Milei y el fin de los mitos
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Los especialistas en temas políticos y electorales coinciden en que la victoria de Javier Milei en Argentina obedece a un amplio conjunto de factores en los que se destacan los efectos de la aguda crisis económica, el desgaste del kirchnerismo, la corrupción desenfrenada en todos los gobiernos peronistas y la búsqueda de una renovación de la política y sus actores.
Hace apenas un par de años era inimaginable la emergencia de un joven líder que sin subterfugios de por medio promueva las más radicales reformas liberales como antídoto a la debacle producida por el populismo argentino y la izquierda latinoamericana. Calificado por unos como fascista, por otros como populista, algunos sostienen que es la máxima expresión del liberalismo radical; él en cambio, se identifica como anarcocapitalista, corriente filosófica y política que busca la abolición del Estado y la creación de una sociedad basada en la completa libertad individual, la preeminencia de la propiedad privada como elemento ordenador del orden social, el respeto a la libertad y defiende la idea de que todas las interacciones humanas deben ser voluntarias y basadas en acuerdos mutuos y la no agresión.
Por su Inflexible defensa de la propiedad privada, la vieja izquierda lo califica de derechista. En contraposición, su igualmente inexorable defensa de los derechos individuales y las libertades civiles (por ejemplo las referentes al aborto, la pornografía, la prostitución, la preferencia de género, la religión etc., como decisiones inherentes en su integridad a la libertad individual), lo catalogan como izquierdista.
Resulta que, al final de todo el laberinto, Milei –como todos los denominados “liberal-libertarios”– termina siendo un político “derechista de izquierda”, algo que no cabe en la cabeza de la izquierda, y no puede procesarse del todo en la cabeza de la derecha.
Esta particular manera de asumir el orden social y económico, lo lleva sin dificultades a proponer, por ejemplo, la eliminación total de impuestos (pues los considera un robo ejecutado por la violencia estructural del Poder establecido) la clausura del Banco Central, la reducción radical del tamaño del Estado, la dolarización de la economía argentina, la flexibilización del régimen laboral y declara a los cuatro vientos que el amplio espectro de la vida social estará definido por el rigor del mercado.
Fundado en un amplio conocimiento académico, devela el engaño encubierto en las grandes propuestas de la izquierda clásica, tales como el postulado de la justicia social que, para Milei resulta ser en realidad un emblema de la injusticia social en tanto un sector se apropia de la riqueza producida por unos para ser distribuida gratuitamente entre los que no aportaron ni un gramo de riqueza social al conjunto de la comunidad.
Resulta, sin embargo, que prácticamente todos los planteamientos del movimiento liderado por el joven economista se nos presentan bajo un rigor lógico que pocos se hubieran atrevido a exponer frente al pensamiento de las izquierdas hace apenas unos años atrás.
Es absolutamente cierto, por ejemplo, que los impuestos son un acto violento, una imposición forzada por el poder represivo del Estado y, en consecuencia, es cierto que eliminarlos –como propone Milei– significa un aporte definitorio a la libertad humana.
También es cierto que, lo que caracterizó a la clase política Latinoamericana en su conjunto es su enorme capacidad de robarse la plata del pueblo, y cierto es de igual manera que la izquierda que gobernó nuestros países a lo largo de este siglo XXI fue la casta más corrupta y ladrona de nuestras historias republicanas lo que deja desnuda una izquierda cuyo capital moral no fue más que una fachada que encubrió la peor casta política de nuestros países.
Milei es de esta manera el quiebre de la hegemonía discursiva de una izquierda fracasada. Es cierto que “vocifera” (en su propio estilo) lo que la ciudadanía y la mayor parte de los “políticos de oposición” denunciaban; empero, el éxito de Milei consiste en decir lo que todos sabíamos ya no como una denuncia eventualmente insostenible, sino como una verdad irrefutable fuertemente sostenida por un rigor lógico y un bagaje académico incuestionable, a lo que se suma que lo dice a gritos y no se guarda calificativos, prueba fehaciente de que esa generación ya no cree en los grandes discursos del siglo XX.
Se le ha perdido el miedo a la sombra del autoritarismo y le importa un comino que lo tachan de “revisionista”. De alguna manera es el antidiscurso de la política populista, la antípoda de ese discurso siempre mentiroso, chicanero y tramposo. Si la mayoría de los ciudadanos estamos de acuerdo en que la casta populista conforma un hato de corrupción, engaño y vileza, fue Milei quien al transformar la mera denuncia en una certeza transformó la política y creó un estilo en el que la vieja izquierda y la derecha clásica perdieron argumentos y ahora repiten como piezas de gramófono lo que la historia ha refutado.
Más allá de que estemos o no de acuerdo con él, queda diáfanamente claro que su discurso representa el triunfo de la verdad y el fin de la mentira, del engaño, de la trampa, de la triquiñuela y la posverdad, piezas fundamentales del discurso populista. Su éxito estriba en gran medida en haber destrozado los grandes mitos de una izquierda históricamente fracasada, inmoral y parasitaria, y haber instalado en la política las más dolorosas verdades y las más radicales soluciones posibles (o imposibles) pero inequívocamente diferentes y renovadoras. Nos guste o no, coincidamos o no con sus argumentos, Milei ha fundado una manera diferente de hacer política afincada en el poder de la verdad, el conocimiento y la transparencia, y eso es para el populismo y la izquierda clásica, firma y rúbrica de su certificado de defunción.