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Dos necesidades básicas de los seres humanos son comer alimento sólido y beber agua. ¿Cómo resolvemos estas necesidades y qué tiene que ver con la democracia?
Si tengo el equivalente de Bs12 al día para estas dos necesidades, podría comprarme hasta 24 panes o 2 botellas de agua de un litro, suponiendo que sólo tengo estas dos opciones. Sería absurdo que compre los 24 panes y me quede con sed; o que compre las dos botellas de agua y luego tenga hambre.
Podría adquirir una botella de agua y 12 panes para suplir esas necesidades básicas. En términos económicos, decimos que las preferencias son “convexas”: nos gusta el horneado “con” café y no el horneado puro o sólo café.
Este ejemplo muy sencillo ilustra que la mayor parte de las veces preferimos “de todo un poco”. Con el presupuesto mensual compramos algo de comida y bebida, adquirimos servicios de transporte, gastamos en muebles y enseres, y compramos servicios de comunicaciones.
En la política la situación es diferente: nos venden posiciones puras (e incluso extremas) y, pocas veces, combinaciones. Nos proponen o libre mercado o control estatal. Nos plantean o una visión muy progresista o una muy conservadora.
En el caso de Argentina teníamos a dos visiones extremas y una más de centro. Las dos que entraron al balotaje (o segunda vuelta) fueron la visión progresista y estatista y la otra que es liberal económicamente y conservadora en otros temas.
Más allá de la necesaria interpretación política, observo un problema importante en la forma en la cual se eligen autoridades. Actualmente usamos la regla de la mayoría, en la cual se cuentan los votos y se elige la opción con mayor número de votos.
Una alternativa para capturar mejor las preferencias es el sistema de pluralidad, en la cual los votantes ordenan sus preferencias. Si tengo tres alternativas, puedo poner 1 a la que más me gusta, 2 a la siguiente y 3 a la menos preferida. Se suman los puntos y la opción que tiene menos votos es la ganadora.
Y también está el sistema de votación por puntos que es similar a la elección individual que analizamos previamente. A cada votante se le asigna el mismo número de puntos, digamos 100. Entonces puedo asignar el número que guste (60 por ejemplo) a mi mejor opción, un número más pequeño a la segunda (podría ser 25) y el restante (15) a la última. Se suman los puntos y la opción más votada es la ganadora.
Una de las ventajas de este último método es que captura la “intensidad” de las preferencias o qué tanto me gusta cada opción. De hecho, se usa en universidades para que los estudiantes muestren qué materias quieren pasar y con qué profesor.
El pasado 22 de octubre los electores argentinos tenían las tres opciones y solamente podían elegir una de ellas. No creo que todos los votantes de Milei hayan repudiado los planes sociales o que los de Massa no hayan ponderado la estabilidad macroeconómica. Sin embargo, sólo tenían que elegir una opción; y así lo hicieron.
Hace 70 años el premio Nobel de economía Kenneth Arrow demostró que la regla de la mayoría no funcionaba cuando las personas tenían más de una preferencia para dar el mejor resultado. La alta polarización que vemos actualmente hace que usualmente tengamos dos opciones extremas y tal vez una intermedia, poniéndonos al final en la disyuntiva de elegir o “pan” o “agua”, no ambos.
Lo propio pasa con los elegidos. Por ejemplo, el 55% que votó por el oficialismo en 2020 no necesariamente estaba de acuerdo con todo el programa propuesto; y viceversa: quienes no lo votaron tampoco desdeñaban los resultados de los años previos.
Creo que sería útil que los gobernantes tomen en cuenta que lideran un país, no una parte de éste y que dentro de sus planes incluyan iniciativas de los otros frentes que también tuvieron apoyo. Lo propio pasa con la oposición: debe recordar que un porcentaje importante no está de acuerdo con sus ideas. Oficialismos y oposiciones en los países que no lleguen a acuerdos no contribuyen a una buena democracia; la estorban.