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Bolivia llega a su bicentenario enfrentando una crisis múltiple. La escasez de dólares y combustible, la informalidad creciente, el deterioro de la cosa pública y la creciente desconfianza ciudadana son síntomas de una etapa agotada. Pero también son señales de alerta que exigen decisiones responsables, especialmente en un momento electoral.
En este contexto, analizar los programas de gobierno no es un lujo técnico: es una necesidad democrática. Más aún cuando elegimos en medio de una crisis estructural. ¿Cómo distinguir un plan serio de una promesa vacía? ¿Qué debemos buscar los ciudadanos al leer las propuestas?
Existen algunos criterios transversales que pueden guiar una evaluación crítica. En principio se encuentra la viabilidad técnica y financiera: ¿El plan está respaldado por datos, diagnósticos y fuentes de financiamiento realistas? Luego tenemos la coherencia interna: ¿Existe una conexión clara entre los problemas que se identifican, los objetivos que se proponen y las acciones que se plantean?
También se debe tomar en cuenta el enfoque en los problemas estructurales: ¿El programa enfrenta desafíos de fondo como la informalidad, la baja productividad o la inseguridad jurídica? Y otro factor es la capacidad de implementación: ¿Tiene el equipo propuesto experiencia en ejecutar políticas públicas o solo habilidad para comunicar?
Por último y no menos importante, la rendición de cuentas: ¿Incluye mecanismos claros para medir resultados y corregir el rumbo cuando sea necesario?
Desde una perspectiva política, es fundamental que el plan reconozca las limitaciones reales del contexto institucional. No se trata solo de tener buenas ideas, sino de saber gobernar en un entorno fragmentado, donde se requieren alianzas, diálogo y respeto a la legalidad. Un programa serio plantea cómo superar resistencias y fortalecer la gobernabilidad democrática sin caer en la tentación del atajo autoritario.
En lo económico, la pregunta clave es si el plan ofrece un rumbo creíble para estabilizar las cuentas externas, restaurar la confianza y reactivar el crecimiento. ¿Existe una estrategia coordinada entre política fiscal, monetaria y cambiaria? ¿Se plantea una transición gradual y realista hacia un modelo menos dependiente de lo tradicional y lo asistencial y más orientado a la productividad y la focalización?
Desde el ámbito empresarial, hay temas urgentes que no pueden ignorarse: el acceso a divisas, el abastecimiento de combustibles y la seguridad jurídica. Si un plan no ofrece claridad sobre cómo enfrentará el desequilibrio cambiario y cómo dará certidumbre al sector productivo, no solo pone en riesgo la inversión, sino también cientos de miles de empleos.
En el plano laboral, la informalidad sigue siendo el “gran elefante en la sala”. Se necesita una política que combine capacitación, incentivos inteligentes a la formalización, simplificación normativa y fortalecimiento del diálogo social. No basta con fijar salarios mínimos o crear programas de empleo estatal; se trata de generar oportunidades sostenibles y protegidas para los trabajadores, especialmente jóvenes, mujeres e indígenas.
Finalmente, desde una mirada ciudadana, lo que se espera es simple pero esencial: estabilidad económica, empleo digno, servicios públicos que funcionen y protección para los más vulnerables. También se espera participación y transparencia. Un programa que no dice cómo será evaluado, ni cómo rendirá cuentas, no merece confianza de los votantes.
En el bicentenario, no se trata solo de votar: se trata de elegir con conciencia. De entender que ningún candidato resolverá solo los problemas del país, pero sí puede encauzar —o bloquear— un nuevo rumbo.
Evaluar los programas es una forma concreta de ejercer el patriotismo. Significa no resignarse a votar con el estómago ni con la bronca, sino con la razón y con el corazón puesto en el país que aún podemos construir. Porque elegir bien no es solo un derecho: es un acto de responsabilidad con todos y para todos.