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En mayo pasado, España celebró elecciones autonómicas en 12 de las 17 Comunidades y en 8.131 municipios, aplicando el modelo d’Hondt de reparto proporcional y el umbral de validación del 5% de votos para acceder una organización a ser contabilizados los resultados que obtuviera —que son los mismos que se aplican en Bolivia.
En esas elecciones, el PSOE (en el Poder) pasó de gobernar en nueve comunidades autonómicas que fueron a elección a sólo ganar en dos: Asturias y Castilla-La Mancha mientras el PP ganó la votación en ocho —lo que no significa necesariamente gobernar en solitario— y apoyó a Coalición Canaria para ganar en su Comunidad. En resumen, el PP controló 11 de las 17 comunidades, el PSOE tres y ERC y PNV una cada uno; una reducción significativa para el PSOE con respecto a las anteriores de 2019 (entonces eran nueve) y 2015 (siete) y correspondiente crecimiento del PP (2019 y 2015: cinco, aunque no todas las mismas).
En las municipales también en mayo, el PP logró el 31,5% (casi el 9% más que en 2019, ganando en seis de las siete ciudades capitales de más de 450 mil habitantes) mientras el PSOE logró el 28,1% (1,3% menos); de los aliados de cada uno, los del PSOE iban divididos en sus corrientes y el de PP (VOX) subió al 7,2% (un crecimiento de más del 3,5%).
Este retroceso del PSOE —cual voto castigo— llevó al Presidente del Gobierno a adelantar para el domingo 23 de Julio las elecciones generales para evitar un descalabro por una caída mayor. Pero el adelanto tenía sus dosis de picardía: eran fijadas para el verano, cuando muchos estaban de vacaciones y los que tenían posibilidades —recursos— viajaban por lo que el cálculo estratégico tomaba en supuesto posible que eran más los viajeros votantes del PP y VOX. Otro supuesto estratégico estaba en movilizar a los votantes jóvenes en medio del fuerte calor —cifras récord predichas desde hacía tiempo pero, incluso, superadas— con más posibilidad de los presuntos votantes del PP, en edades en un percentil superior. Y el tercero era entusiasmar a sus posibles votantes jóvenes con el empleo del bastante novedoso voto por correo, en el supuesto que el votante PP (y de VOX) estaban habituados al acostumbrado voto físico. Además, el supuesto de que el corto tiempo (dos meses entre la convocatoria y comicios) le afectaría al PSOE se cumplió en inversa, como veremos.
Las vísperas del 23J se caracterizaron por dos elementos importantes en lo político: uno externo, con España presidiendo (rotatoriamente) la Unión Europea, y otro interno: la fractura dentro de UNIDAS PODEMOS al tomar la dirección del socio de gobierno Yolanda Díaz (proveniente del Partido Comunista); al final y a pesar de muchos reclamos y “líneas rojas” olvidadas, PODEMOS y sus alianzas (Mareas, En Común, etc.) se sumaron a la Coalición SUMAR.
En camino al 23J las encuestas fueron definiéndose por considerar que —al margen de mayorías absolutas ansiadas por el PP— la lucha iba a ser de coaliciones: por un lado PP (centroderecha-derecha) con VOX (derecha tradicional española, más vinculado al posfranquismo de Alianza Popular de Manuel Fraga Iribarne que a la ultraderecha de Amanecer Dorado en Grecia) y, por el otro, PSOE (socialdemócrata, que pasó de centrista con Felipe González a de izquierda con Rodríguez Zapatero y Sánchez —aunque acá podríamos decirle de izquierda oportunista) con SUMAR (mezcla de izquierda tradicional, comunismo estalinista, “socialismo democrático”, progresismo, localismos de izquierda e indignados, entre otros). Y en este sentido, las últimas encuestas publicadas (del 15 al 21 de julio) se equivocaron, tanto la inmensa mayoría que daban a la potencial alianza PP-VOX resultados mayores que los que obtuvieron como la del CIS oficial que, una vez más, actuó al estilo bananero y dio al PSOE-SUMAR la mayoría.
Y llegó el día de la verdad.
El PP obtuvo 136 escaños (47 más que en 2019) y subió sus votantes en más de 3 millones (el 160% de 2019) y el PSOE logró 122 diputaciones (2 más que en los anteriores comicios) y tuvo más de un millón de nuevos electores (el 114%). Por el contrario, VOX perdió 19 diputados (el 23J obtuvo 33), más de 600 mil votos menos (el 17% menor, posibles electores hacia la centroderecha-derecha o el nacionalismo español que no comulgaron con los errores de Casado en el PP) y SUMAR obtuvo 31 escaños (cuatro menos que UNIDAS-PODEMOS en 2019) y más de cien mil sufragios menos (un 3% menor). A esto El País de España lo llamó ganar perdiendo y perder ganando, pero yo lo diré más como perder perder.
Porque el problema real de ambos partidos es llegar a la mitad más uno de los diputados en Cortes: 176 a favor para la primera sesión de investidura del Presidente del Gobierno (en la segunda necesitarían más “síes” que “noes”) porque España es un régimen parlamentarista —a diferencia de Bolivia y toda Latinoamérica, que somos presidencialistas. Sumando aliados “naturales”, PP + VOX llegan a 169 y PSOE+SUMAR a 153, por lo que, respectivamente, les faltarían siete (seis con la confirmación de apoyo de UPN) y 23. Pero el principal problema para el PP está en el rechazo que genera su aliado VOX y para PSOE en que tendría que sumar —voto a favor en primera o abstención en segunda sin que los “noes” sobrepasen los “síes”— los nacionalismos/independentismos de ERC (siete diputados catalanes; perdió seis), EH Bildu (seis parlamentarios vascos; ganó uno) y BMG (un representante gallego) pero aún le faltarían nueve, que sólo podrían aportarle los cinco de EAJ-PNV (más cercano a PP pero de frontal rechazo a VOX y que al PSOE le cobraría en más atribuciones para el País Vasco; perdió uno) más los siete de JUNTS (de Puigdemont; perdió uno también), partido que apuesta por “un frente común independentista en Madrid” y que al PSOE (o al PP) le cobraría su línea roja: amnistía y autodeterminación, un apoyo muy envenenado. (CCa no votaría por los extremos pero sí por el PP “sin”).
¿Las soluciones? Elecciones muy probables en Navidades o un “gobierno Frankenstein”, como ya lo han llamado, sumamente debilitado y enfrentado.
«Dinamitar o acordar», diría Durán Barba.