Escucha la noticia
Tuve el privilegio de vivir en París pocos años después de la eclosión de la nueva ola renovadora del cine francés, y presenciar su desarrollo a lo largo de la década de 1970. Un privilegio mayor para este joven aspirante a cineasta, fue lograr el ingreso al Instituto de Altos Estudios Cinematográficos (IDHEC), que era entonces la mejor escuela de cine de Europa. No fue fácil, tuve que competir con casi 600 postulantes, en su mayoría franceses, y la escuela aceptaba solamente 22 nuevos cada año, y solo cuatro extranjeros.
En el IDHEC tuve profesores vinculados a la nouvelle vague como Jean Douchet (que aparece como periodista en “Sin aliento”) y Néstor Almendros (director de fotografía de François Truffaut y Louis Malle), y conocí brevemente a los grandes realizadores del movimiento: Claude Chabrol, Agnes Varda, Jacques Rivette, Alain Resnais, Eric Rohmer, Truffaut, Malle, Jean Rouch (fui estudiante suyo en Nanterre) y Godard, el cineasta franco-suizo que era uno de los más activos animadores de ese cine de ruptura, pero el menos sociable.
Godard murió hace un año, el 13 de septiembre del 2022. Decidió cuándo y cómo iba a morir. El suicidio asistido no está aún legalizado en Francia, pero Godard vivía en Suiza y decidió optar por la medida a los 91 años de edad, en su casa en Rolle, al borde del lago Léman que separa Francia y Suiza. “No estaba enfermo, simplemente cansado”, dijo su tercera esposa, Anne-Marie Miéville. La excusa para conmemorar a los grandes es a veces la fecha de su muerte, pero también podríamos celebrar su vida, sobre todo cuando ha sido tan creativa e intensa como la de Godard, que a lo largo de su carrera hizo 132 películas (según registra el sitio IMDB especializado en cine), entre cortos, largos y trailers (avances) de sus primeros largos, que él mismo realizaba.
No solo fue guionista y director de cine, sino también crítico de la revista Cahiers du Cinema, una de las más importantes del mundo, gracias a la cual yo pude completar mi formación como cineasta, puesto que en la Facultad de Vincennes una de mis clases de teoría estaba a cargo de Jean Narboni, Serge Daney y Serge Toubiana, el equipo que había relevado a la generación de Godard y Truffaut en las páginas de la revista.
Han pasado más de ocho décadas desde el estreno de A bout de soufflé (Sin aliento), el primer largometraje de Godard, que se convirtió en una revelación instantánea. Tuve la suerte de ver esa obra en La Paz, probablemente en el Cine Club Luminaria, cuando no existía todavía la Cinemateca Boliviana. Además, mi introducción al cine de Godard se debió a Luis Espinal, quien, no bien instalado en La Paz en 1968, ofreció en el Sindicato de Trabajadores de la Prensa un taller sobre “Diez realizadores”, entre los que incluyó a Godard. En gran medida, Lucho Espinal es culpable de que me haya dedicado a la crítica y a la dirección cinematográfica.
Durante mi vida en París entre 1972 y 1978 pude ver todo lo que Godard había producido hasta entonces, a mi parecer su mejor época. Incluso los primeros tres cortometrajes con los que se inició: “Charlote y Veronique” (1957), “Charlotte et son jules” (1958), y “Une histoire d’eau”, el primero con guion de Eric Rohmer y el tercero de Truffaut. Son breves cuentos morales hechos con imaginación y picardía. En ese tiempo escribí que el cine de Godard era “el cine de la impaciencia”.
Mientras estudiaba cine, escribía sobre todas las películas que veía. Era una disciplina que me impuse, favorecida porque los estudiantes del IDHEC éramos privilegiados: teníamos una tarjeta para entrar gratis a cualquier cine de París. Conservo una docena de comentarios que escribí sobre las películas de Godard, que está siempre presente en mis clases de historia del cine. Sus largos travellings son memorables, en tiempos en que no existía el steadicam, y su frase “un travelling es una cuestión moral” ha servido a quienes se inician en el cine.
La cinefilia es un bello ejercicio de amor al cine. Quienes piensan que Godard es un cineasta “difícil”, como a primera vista lo es Bergman, están equivocados. En “Sin aliento” (1960) vemos a un jovencísimo y seductor Jean-Paul Belmondo, el actor que también fue cómplice de Godard en “Pierrot el loco” (1965).
La primera etapa de Godard es para disfrutar. “Le mépris” (1963) sorprende por la original manera de presentar los créditos en un plano secuencia inicial. La cuarta pared expuesta sin disimulo, como en todas sus otras obras. La presencia de Brigitte Bardot, Michel Piccoli, Jack Palance y Fritz Lang debería ser suficiente para atraer cinéfilos. En esos mismos años, “Alphaville” (1965) es un film negro y futurista, y a la vez una sátira del género.
Godard se libraba con júbilo a la improvisación, lo contrario que Stanley Kubrick, que estructuraba sus guiones a la perfección, plano por plano, con las indicaciones de escenografía, posición de la cámara e incluso los lentes que había que usar. Godard filmaba con frecuencia sin guion, para sorpresa de sus actores y técnicos, y no es que no supiera qué hacer, sino que tenía la obra en su cabeza y podía variar escenas según transcurría el rodaje. A veces escribía los diálogos minutos antes de filmar, de acuerdo a lo que sentía en ese momento. Y no eran diálogos banales, porque la palabra fue para Godard siempre tan importante como la imagen, y aún más a partir de “La chinoise” (1967), donde entre los actores aparecen dos líderes políticos en la vida real. Ese film inicia una etapa diferente en su obra, más vinculada a la prosa cinematográfica, a la militancia política y a la ideologización del cine.
Las películas de Godard están sembradas de símbolos, códigos, alusiones, inscripciones sugerentes, manejo de colores que significan algo, frases que remiten a la filosofía o a la literatura. Los filósofos o lingüistas decontructivistas (Godard también lo era) suelen abocarse a recuperar los significados de esos códigos, pero los cinéfilos podemos simplemente entregarnos al placer de dejarnos sorprender. Los filmes de Godard perduran porque no se toman en serio, cuestionan todo el tiempo al realizador y a sus personajes, y los espectadores disfrutan saboreando las rupturas en el lenguaje y en la imagen.