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Tienen 14 y 12 años. Son hermanos. Ella, muy delgada, casi solo piel sobre los huesos. Él, con más carnecita entre la piel y los huesos. Están lejos de ese lugar sombrío al que se le llama casa. “Una casa disparatada” que “no tiene techo, no tiene nada”, como se escucha cantar a niños que sí tienen casas. Una casa disparatada que no tiene nada, pero en la que aun sobreviven quienes trajeron a ese par de hermanitos a este mundo.
Lejos de esa casa disparata, de quienes deberían protegerlos, darles amor, los hermanitos viven en otra casa algo disparata, de una sola habitación, pero que al menos tiene techo, paredes y piso. Todo muy deteriorado, como el par de camas en las que descansan cuando llega la noche. Aunque siempre es noche en ese cuarto sin luz. Hace meses que está sin energía eléctrica. El oxidado medidor prueba que es por falta de pago.
Tampoco tienen cocina. Agua es lo único que no les falta. No se ve rastros de comida. Y de pronto surge la pregunta obligada: ¿cómo se alimentan dos adolescentes que viven solos, en una casa semidisparatada sin energía eléctrica, sin cocina, sin víveres a la vista? Silencio. Ninguno de los dos hermanos responde. Otra vez la pregunta, con afecto sincero y mirándolos a los ojos. La respuesta duele: “No comemos”.
Imposible contener las lágrimas, el espanto, al imaginarlos “poniéndole una estrella en el sitio del hambre” o confudiendo el “arroz con piedra, fango con vino” e imaginarlos decir luego “lo que nos falta nos lo imaginamos”, como canta Mercedes Sosa al recordarnos que a toda hora, en este mismo momento, “hay un niño en la calle”. O en una casa algo disparatada, pero con hambre, como estos niños adolescentes o adolescentes aun niños.
La única gran y significativa diferencia que hay entre esos niños a los que canta Mercedes y estos dos hermanitos es que los primeros no tienen el amparo siquiera de quienes les son más cercanos, además de “ser los que descuida el presidente” (y muchos más). Sin ser hermanos de sangre y a pesar de tener también muchas carencias materiales, hay un ejército de ángeles que sí protegen a este par de vidas que crecen.
Ángeles con forma humana que comparten con los hermanitos el pan de cada día, que se unen para cubrir, cuanto pueden, sus necesidades. Una familia vecina los acoge todas las tardes para compartir Internet y computadora, indispensable hoy para cumplir con las tareas escolares. Sí, las tareas que reciben tanto de la escuela regular a la que acuden por las mañanas, como de la escuela de música a la que asisten por las tardes.
Asombroso. Los dos hermanos son aplicados en sus estudios; el niño, destacado en su curso; la niña, luchando para recuperar el año perdido en 2023, no por desinterés, sino porque no fue inscrita. Este año estuvo a punto de repetir la mala experiencia del año pasado, pero la escuela de música la salvó. Los maestros de la orquesta de la que ambos son parte repararon que la niña no estaba yendo a la escuela regular. Y la rescataron.
Han sido esos ángeles en la tierra los que dieron una voz de alerta y clamaron por ayuda para lograr no solo asegurar que los hermanitos continúen sus estudios escolares y sigan creciendo como músicos en la orquesta del pueblo, sino también para poner alimentos en vez de estrellas en el estómago de este par de seres maravillosos, ejemplo de vida. Sí, tal cual: ejemplo de vida porque a pesar de tanta carencia, sus ojos brillan, sonríen y cantan.
Por supuesto que esto no acaba aquí. Todavía hay un largo camino a recorrer, ojalá que compartido, para lograr que estos dos hermanos que parecen un solo ser superen todas las adversidades y vivan la vida que merecen vivir. Pero también, para recodar que hay millones de niños que, como ellos, pasan hambre y viven en la calle. Ya lo dijimos antes: luchar para que no haya niños en las calles, ni poniéndole estrellas en el sitio del hambre.