Por qué fracasan las encuestas
La revolución tecnológica cambió al mundo y también a nosotros mismos. Más que con rostros, nos relacionamos con pantallas. Tenemos en el bolsillo un celular que maneja nuestra vida. Originalmente fue un teléfono inalámbrico de larga distancia, hoy es computadora, vínculo con la fuente de la verdad que es Google, maneja nuestra agenda, escoge con sus algoritmos con quiénes nos relacionamos.
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La gran transformación que vivimos la protagonizan las empresas privadas y las universidades que están ya lanzándose a la carrera espacial. Ni internet, ni Google, ni Amazon serían lo que son, si hubiesen nacido como oficinas de algún ministerio norteamericano.
Para bien y para mal, los nuevos seres humanos, hijos de la red, se parecen poco a sus antecesores. Se relacionan entre sí sin pasar por organizaciones o autoridades morales. Tienen una actitud agresiva hacia el orden establecido. No se sienten representados por los viejos políticos, ni quieren que los representen.
No sueñan en ser como sus mayores. Tampoco quisieran tener sus bienes y su estilo de vida. ¿Qué buscan? Las ciencias del comportamiento humano, que evolucionan a una velocidad insólita, no alcanzan a comprender una transformación que también las afecta a ellas mismas. Varios artículos del New York Times de estas semanas relatan cómo la anomia se apoderó de la Gran Manzana y la convirtió en una “selva de cemento”. Grupos de jóvenes destruyen autos simplemente para reírse. No piden nada, no protestan por nada, solo se divierten. El trabajo a distancia dejó buena parte de la ciudad en manos de homeless. Esto no ocurre en el país más pobre del mundo, aunque un articulista dice que, con este grado de salvajismo, ya parecen latinoamericanos.
Las herramientas de la ciencia para estudiar estos fenómenos se alteraron con la nueva sociedad. Las encuestas no sirven para lo que fueron inventadas. A principios del siglo XX varios periódicos norteamericanos aplicaron las primeras encuestas políticas, sin ningún recaudo técnico y acertaron. La primera de la que se tiene noticia, la realizó el periódico Harrisburg Pennsylvanian en 1824, averiguando cómo votarían los ciudadanos de Wilmington, Delaware. En 1880 un grupo de periódicos, el Boston Globe, el New York Herald Tribune, el St. Louis Republic y Los Ángeles Times, aplicó otra encuesta nacional y acertó.
Tres de cada cuatro entrevistados por teléfono simplemente no quieren ser entrevistados
Vivían aislados. Era un mundo en el que casi todos morían en el condado en que habían nacido, la mayoría no salía en toda su vida de ese sitio, solo podía conversar con vecinos que creían sus mismos mitos. La política era motivo de conversación de los hombres, cuando asistían al servicio religioso del domingo. La poca información que tenían llegaba por lo que decían los pastores y algún aventurero que pasaba alguna vez por el pueblo. Si decía algo que no concordaba con las supersticiones vigentes, se exponía a morir linchado por raro. La llegada de una carta era un acontecimiento social, celebrado por todos. Las cartas se leían en voz alta, para que todos sepan las noticias que llegaban del exterior.
En Estados Unidos se vota el segundo martes de noviembre, porque algunos ciudadanos no podían hacerlo el sábado o el domingo por razones religiosas y se necesitaba un día, el lunes, para que los votantes puedan llegar a los recintos electorales.
En ese mundo estático y desinflamado, cerca del 80% de los electores votaba toda su vida por el mismo partido y eran imposible que llegue de pronto una noticia que cambie las preferencias de los ciudadanos. La gran mayoría no conocía ni el rostro de los candidatos, salvo de alguno que había hecho llegar una hoja con su foto.
La tecnología es subversiva. Con el siglo XX llegó una innovación tecnológica con la que las viejas encuestas volaron en pedazos: la radio permitió que los electores escucharan la voz de candidatos y periodistas que aportaban informaciones transformadoras y rompían la cascara de ignorancia en la que vivían.
En 1936 la revista Literary Digest distribuyó millones de cupones, y cuando recibió dos millones de respuestas, anunció el triunfo de Alf Landon sobre Franklin D. Roosevelt. Creían que la buena muestra, era la que se aplicaba a un mayor número de personas. En la actualidad, con las tonterías instaladas por la red, hay encuestadores aficionados que hacen muestras con decenas de miles de casos, sin mayor elaboración técnica, sin recordar que el número de encuestados no sustituye a la técnica.
Las encuestas sirven para comprender fenómenos que explican las actitudes de los electores
En ese mismo año, George Gallup predijo correctamente lo que ocurriría, con una muestra de 5 mil personas elaborada con técnicas estadísticas. Los resultados reales fueron abrumadores en favor de Roosevelt que obtuvo el 60.8% de los votos y 523 electores, mientras Landon sacó el 36.5% y ocho electores. El error de la megamuestra del Literary Digest fue espectacular. Fue el último estudio de este tipo, que usó millones de cupones, demostrando que el éxito de un estudio no dependía del tamaño de la muestra sino de las técnicas que se usan para diseñarlas, aplicarlas y sobre todo interpretarlas. Con la aparición de la radio, se habían hecho necesarias herramientas que puedan indagar la opinión de una población mas informada y variable.
De ese entonces a este año, todo cambió. Durante el siglo XX se desarrollaron técnicas que convirtieron a las encuestas presenciales en la herramienta más confiable. Elaborada técnicamente una muestra, iban a la casa de determinados ciudadanos, que cumplían con ciertos requisitos de edad, sexo y clase social, les entrevistaba personalmente y recogían la información. Cuando a fines de 1970 apliqué las primeras encuestas políticas de la historia del Ecuador, tuve una experiencia maravillosa. Había personas, especialmente en el campo, que colaboraban con gusto para la entrevista, se sentían honradas por haber sido tomadas en cuenta, y nos obsequiaban frutos y recuerdos agradecidas por la visita.
El auge de la delincuencia es un fenómeno mundial, no solo existe en ciertos países. Las encuestas presenciales no funcionan bien, porque siempre hay zonas muy peligrosas, controladas por delincuentes y bandas de narcotraficantes, en las que no se puede trabajar con tranquilidad. En ciudades como Buenos Aires, más de la mitad de la población vive en edificios y barrios privados en los que es imposible que los encuestadores accedan al ciudadano que necesitan entrevistar.
Lo que han hecho las encuestadoras para afrontar este problema es aplicar encuestas telefónicas. El método funcionó por algún tiempo, pero los teléfonos fijos están casi extintos y la gente usa celulares. Con ellos es difícil saber en dónde vota quien contesta y otras informaciones necesarias para cumplir con la muestra.
Pero lo de fondo, en este, como en todos los demás temas que tienen que ver con la nueva sociedad, está en que funciona el new power del que hemos hablado reiteradamente en esta columna. Es el ciudadano común el que tiene el poder de decir la verdad o de engañar a los poderes y los encuestadores son vistos como parte del establishment. Quien contesta el teléfono dice la verdad o miente cuando afirma si tiene tal edad o cualquier otro requisito de la muestra. Si la encuesta se hace usando celulares, él es quien dice en donde vota y otras informaciones.
Tres de cada cuatro entrevistados por teléfono simplemente no quieren ser entrevistados, lo que supone un sesgo: la encuesta se aplica solo a un grupo de ciudadanos que está interesado en la política, no representa al 70% que rechaza a todos los partidos y candidatos. En la sociedad lúdica de internet, es probable que al menos la mitad de los que acceden a responder estén jugando, o quieren confundir a los encuestadores.
Incluso los que responden sin trampa, no son los seres humanos paralizados por el aislamiento y la ignorancia como los de hace décadas. Mientras ellos recibían una carta por mes, los actuales reciben cientos de mensajes por día. Miran en vivo y en directo, en su teléfono, las noticias o los eventos que les parecen interesantes. Pueden cambiar masivamente de preferencias por noticias cuya importancia muchos políticos no entienden. No es cuestión de aparecer ofreciendo un sueldo de diez mil dólares como hacen algunos dirigentes de la izquierda jurásica o de exhibir su foto con un letrero de “Pepita Presidenta”. Ahora la gente usa formas de comunicación más sofisticadas que las simplonas frases de algunos políticos.
¿Significa esto que las encuestas no sirven para nada? No. Lo que pasa es que no son bolas de cristal para adivinar el futuro. No sirven para saber quién tiene el porcentaje X y si tiene dos puntos o menos que hace una semana. Ese es un uso equivocado de las encuestas que está generalizado entre los políticos y los medios de comunicación.
Sirven para comprender fenómenos de fondo que explican las actitudes de los electores. Las identidades y otra serie de variables psicológicas y sociológicas que pueden analizarse con estas herramientas, son más determinantes de lo que ocurra con las próximas elecciones, que la sola evolución de la preferencias electorales o los datos de la economía. Si el mundo se explicara solo por esos números, nadie entendería la fuerza de Massa y el gobierno indefinido de La Matanza en manos de un peronismo que, con décadas de dominio, lo han convertido en el municipio más pobre del país.