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El rótulo de esta columna alude al título de un famoso libro del académico del Instituto Tecnológico de Massachussets (MIT por sus iniciales en inglés) Daron Acemoglu y del profesor de la Universidad de Chicago James Robinson “Por qué fracasan las naciones”, publicado en 2012.
El libro es un clásico en la literatura del desarrollo económico y enfatiza la importancia de las instituciones en la transformación de los países, mostrando ejemplos y evidencia clara al respecto.
Esta línea de investigación surgió principalmente de un artículo académico escrito en 2001 por ambos autores en colaboración con el profesor del MIT Simon Johnson titulado “Los orígenes coloniales del desarrollo comparativo: una investigación empírica”.
Ese artículo usó las tasas de mortalidad de los colonizadores europeos para comprender cuál era el efecto de las instituciones en el desarrollo. Descubrieron que los colonizadores europeos crearon mecanismos de extracción en lugares ricos en recursos naturales, como Potosí y México.
Por el contrario, en lugares donde la riqueza natural no era abundante, crearon instituciones (normas, regulaciones y derecho consuetudinario) que favorecían la creación genuina de la riqueza, no su extracción.
El rol de las instituciones en el desarrollo no es nuevo porque fue el economista y premio Nobel Douglas North, quien usó métodos centrados en al análisis riguroso de la historia para demostrar que los cambios institucionales habrían sido más relevantes que otros de carácter tecnológico, financiero o político para impulsar el desarrollo.
¿Qué tiene que ver todo esto con nuestro país?
El pasado fin de semana mi coterráneo, colega economista y especialista en análisis político Franz Flores publicó una columna denominada “El absurdo debate estado-mercado”, donde afirma que en “América Latina hemos pasado por todos estos modelos sin que el desarrollo haya llegado.”
Coincido con dicha apreciación de que hemos probado diversas recetas de crecimiento y los resultados o han sido magros o no han sido sostenibles. La explicación última la atribuyo a la tremenda falta de institucionalidad que tenemos en el país.
La discusión diaria nos muestra que en lugar de crear instituciones se cultivan caudillismos de uno y de otro lado. Los intereses particulares sobresalen por encima del bien común y de una visión que promueva la creación de buenas instituciones.
En el plano nacional una muestra clara es que nuestro país no ha tenido las autoridades elegidas o por el Congreso o por la Asamblea Legislativa de instituciones clave como la Aduana, la Contraloría, el Banco Central, entre los principales.
La actual crisis judicial, legislativa, política y económica obedece a la ausencia de instituciones que funcionen adecuadamente para que el respeto efectivo a la ley sea la regla y no la excepción; y para que exista un manejo adecuado de los conflictos junto con un buen mecanismo de toma de decisiones colectivas.
A nivel departamental las instituciones en el siglo pasado fueron determinantes para promover proyectos de desarrollo y un clima de negocios propicios para la expansión sostenida de la actividad productiva. Desafortunadamente, su deterioro reciente hace prever que la dinámica cruceña se moderaría junto con un aumento de la conflictividad y la polarización que es adversa al crecimiento y el empleo.
Las noticias cotidianas me generan tristeza, impotencia y luego resignación porque veo que la falta de institucionalidad se constituye en el principal freno al desarrollo nacional, aquel que soñaron pensadores desde liberales hasta progresistas en distintos periodos de nuestra historia.
Así como la plata, el estaño y el gas no nos ha generado desarrollo sostenible en el tiempo, dudo mucho de que el litio u otras actividades puedan hacer que el país deje atrás su estancamiento secular, más allá de auges temporales y originados principalmente en eventos externos.
Mientras nuestros líderes no enfaticen las instituciones, no habrá una buena estrategia para crecer.