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En mayo de 2009 el periodista mexicano Diego Petersen Farah, sacudió el sentimiento de muchos al formular y responder a la pregunta de porque se morían los que se morían. Eran los tiempos en los que la epidemia de influenza AH1N1 asolaba varios países del mundo. Afortunadamente para la humanidad la influenza resulto ser menos letal de lo esperado, pero cobró la vida de varias personas. Esa situación puso al desnudo, una vez más, la debilidad y las carencias de nuestro sistema de salud y la falta de un sistema global de seguridad sanitaria. La epidemia pasó y, paradójicamente, no aprendimos la lección. Pasada la emergencia, las cosas volvieron a la vergonzosa realidad de un sistema poco eficiente en “tiempos normales” y fatal en situaciones en las que se enfrentan emergencias epidémicas donde nuestra resiliencia se pone a prueba.
Más de una década después y en medio de una pandemia, esa y otras preguntas vuelven a cobrar vigencia en Bolivia y el mundo.
¿Cuántos murieron por COVID-19 en Bolivia?
Al 31 de agosto de 2021, la información oficial es que 18.452 personas fallecieron por COVID-19 y que 490.879 dieron positivo a las pruebas de laboratorio. Desde el inicio de esta pandemia, se anticipó que, por las características de la enfermedad y las limitaciones del sistema, la mayoría de los infectados no serían diagnosticados y que el número real de fallecidos adolecería de un significativo subregistro. La metodología internacionalmente aceptada para subsanar esa deficiencia es el “cálculo de exceso de mortalidad” que, en simples términos, mide el excedente de muertos comparado con los muertos proyectados para cada mes. Gracias al estudio realizado por Andres Uzin de la Universidad Privada Boliviana, se estimó que, a junio de 2021, el número real de fallecidos por COVID-19 seria 43.875 (https://www.upb.edu/es/contenido/seguimiento-las-muertes-en-exceso-y-muertes-por-covid-19). En base a ello se puede afirmar que a fines de agosto de 2021 la cifra real de fallecidos estaría cercana a las 50.000. Una gran e irreparable pérdida para sus familias y para el país.
¿Cuáles son los factores determinantes de esas muertes?
Las causas de fondo van más allá de los aspectos meramente biológicos. En definitiva, son las condiciones socioeconómicas las que conllevan las vulnerabilidades que impulsan la propagación y la mortalidad en forma desproporcionada. Los factores son múltiples, complejos e interconectados; los más importantes son:
Estado de salud: Hemos aprendido que los adultos mayores y las personas con afecciones médicas subyacentes graves enfrentan un mayor riesgo de desarrollar síntomas graves de COVID-19, lo que contribuye a mayores tasas de hospitalización y muerte. Los residentes rurales tienen más probabilidades de tener una afección de salud que, desatendida, exacerba los efectos del COVID-19.
Vulnerabilidad socioeconómica: Las disparidades de salud y socioeconómicas están interconectadas y asociadas con una mayor probabilidad de contraer COVID-19 o desarrollar una enfermedad grave. Por ejemplo, la probabilidad de morir de COVID-19 por cada 100.000 habitantes es 4,5 veces mayor en las comunidades que enfrentan graves problemas de vivienda, 1,4 veces mayor en las comunidades con una alta tasa de pobreza y 1,4 veces mayor donde hay inseguridad alimentaria.
Acceso a la atención: Las barreras al acceso a los servicios de salud son un factor clave en las personas que presentan síntomas y que corren un mayor riesgo de desarrollar una forma grave. Además de los problemas de acceder a una “ficha” de consulta, a una cama hospitalaria o a un ventilador, el elemento fundamental es el costo de la salud. Enfermarse sigue siendo una catástrofe económica para muchas familias. Enfermarse cuesta, y cuesta mucho: cuesta el traslado, cuesta el medicamento, cuesta acompañar al paciente, cuesta la ignorancia de no saber cuándo ir y cómo navegar un sistema fragmentado y estresado.
Cumplimiento de las normas de salud pública: Es irrefutable la evidencia de la efectividad de las vacunas complementada con medidas como el uso de mascarillas y el distanciamiento físico. Sin embargo, las zonas rurales y marginales han quedado rezagadas con respecto a las urbanas en la adopción de esas medidas. Aparte de la disparidad en la demanda y el acceso a las vacunas contra el COVID-19, las personas que residen en áreas rurales tienen 2,0 veces menos probabilidades de limitar la cantidad de personas que permiten en sus hogares, 1,9 veces menor uso de mascarilla en lugares públicos y 1,7 veces menos probabilidades de mantener el distanciamiento social.
¿Cuáles son los desafíos a corto y mediano plazo?
En el corto plazo, el desafío más importante es maximizar la cobertura de vacunación, mantener las medidas preventivas en la población y maximizar la efectividad del sistema de vigilancia epidemiológica con la inclusión de la vigilancia de la emergencia de variantes del coronavirus. En el mediano plazo, urgen medidas para curar de una vez por todas los males estructurales que mantienen postrado a nuestro sistema de salud. El gran desafío es superar la pandemia y aplicar las lecciones que dolorosamente aprendimos de ella.
*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo