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Son tan presos del poder los perseguidos políticos como quienes los persiguen, aunque coyunturalmente en distintas condiciones. Obviamente, como todos hemos asistido a las declaraciones de los presos políticos nicaragüenses desterrados recientemente, el sufrimiento de quienes sufren esta condición de reclusión es terrible, para ellos y para sus familias. Sin embargo, quienes los apresaron también se vuelven presos del poder, porque los abusos cometidos los condenan a buscar a como de lugar mantenerse en el poder, ya no para disfrutar sus privilegios sino para preservar su propia vida, libertad y seguridad personal.
Por ello, casos como el del matrimonio Ortega, los dictadores de Nicaragua, no son la excepción sino una constante en la historia de nuestros pueblos que trasciende los orígenes y las diferencias ideológicas de los regímenes autoritarios y totalitarios. Al final del día, el dictador sabe que nunca más podrá vivir tranquilo, salir a caminar por la calle como cualquier ciudadano, disfrutar de la vida social y familiar que es tan natural a nuestra naturaleza humana. Fuera del poder, a los abusivos solo le esperan la condena y el rechazo público, la cárcel o el destierro.
Por ello, el sueño de todo dictador es morir de viejo en el palacio, para no sufrir las consecuencias de los abusos, sufrimientos, heridas y muertes causadas. Algunos lo consiguieron, como Fidel Castro o Francisco Franco, aunque esa solución solo les alcance para ellos pues su familia y su entorno sufrirá el oprobio del rechazo público, la persecución y la venganza de los nuevos poderosos que buscaran cobrar factura de los daños sufridos.
La pregunta es si vale la pena llegar al poder para terminar así, presos del poder hundiéndose cada vez más en un círculo vicioso de abusos para continuar en el poder y así evitar el tener que responder por las consecuencias de los atropellos contra la libertad y los derechos humanos de los ciudadanos que debían proteger y en nombre de quienes llegaron al gobierno.
En realidad, es la democracia institucionalizada, la llamada democracia liberal, la que procuró cambiar en los últimos doscientos años esta condición en la que el autoritarismo ha oprimido la dignidad de la persona humana. Instituciones republicanas como el estado de derecho, la justicia independiente, la alternancia en el poder, las elecciones periódicas, la libertad de expresión, la libertad de asociación, el pluralismo político y una sociedad civil activa, deliberativa y participativa, son las que evitan la concentración y la perpetuación en el poder y por lo tanto, cuando quienes gobiernan saben que deberán entregar el máximo cargo del estado en pocos años y rendir cuentas por sus actos, se cuidan de cometer abusos por los cuales podrán ser procesados y penalizados cuando dejen de ser gobernantes.
En nuestra región muy pocos países han logrado esta civilidad democrática por la cual los expresidentes puedan caminar tranquilos por las calles sin ser insultados y rechazados, peor aún enjuiciados o encarcelados. Quizás Uruguay, no solo es la excepción sino el mejor ejemplo de que en Latinoamérica también podemos alcanzar la cohesión social y la convivencia pacifica que caracteriza a una verdadera democracia. La reciente foto del presidente Lacalle llegando a Brasilia a la posesión de Lula, acompañado de los expresidentes Julio María Sanguinetti y José Mujica, de otros partidos, es todo un símbolo del respeto a la institucionalidad democrática.
En Bolivia, por el contrario, parece que miles de años de experiencia y lecciones en el ejercicio del poder han pasado en vano, que la regla de que el gran valor del conocimiento de la historia es no repetir los errores del pasado, no fuera válida. Quienes gobiernan olvidan una de las leyes inmutables del poder: el poder es pasajero.
Quienes hoy persiguen, generan precedentes con los cuales también serán perseguidos. Quienes hoy abusan y atropellan, provocan resentimientos que envenenan el alma de la nación y nos atrapan en una espiral de odios y rabia que nos impiden mirar hacía el futuro y forjar las bases de un país desarrollado y próspero con oportunidades y movilidad social para el conjunto de la población.
El ejemplo de Uruguay nos enseña que es posible, con otra cultura y otra práctica política que nos conduzca hacía una sociedad que se integra en el reconocimiento y el respeto a su libertad y pluralidad.
*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo