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Se cuenta que un campesino español fue a visitar un convento y quedó asombrado por la hilera de medio bustos que adornaban el claustro. Mientras un fraile le explicaba que ese era San Pedro, el otro San Pablo, otro más San Francisco, etc., el campesino no pudo evitar de comentar: “Del cinto pa’ arriba yo también soy santo”.
Esa anécdota se aplica cabalmente a las Empresas Públicas (EP) en Bolivia que “del cinto para arriba”, o sea idealmente, gozan de santidad, y, sin embargo, “del cinto para abajo”, o sea en su realidad, muestran tres defectos básicos: son crónicamente endeudadas, son deficitarias y, sobre todo, son mal administradas. De hecho, las EP constituyen una de las herencias más espantosas de casi 20 años de gobiernos populistas.
Aun así, una encuesta reciente mostraba que una gran mayoría de los bolivianos es favorable a crear más EP, debido a la mitología nacionalista que impide ver con objetividad la realidad.
Examinamos los defectos. Que una empresa esté endeudada no debería per sé escandalizarnos. Muchas empresas privadas funcionan con base a créditos bancarios que se van renovando e incrementando a medida que esas empresas crecen y pagan intereses. El problema con las EP es que sus deudas con el Estado son impagables, debido a que viven en déficit permanente.
Tampoco hay que satanizar lo deficitario: algunas EP son genéticamente deficitarias por razones de servicio comunitario, con base en la redistribución de los impuestos. Por ejemplo, una empresa como Mi Teleférico cumple una función social que es más importante que tener un balance saneado. Lo propio podría decirse de los buses Pumakatari o de algunos servicios básicos subsidiados con impuestos nacionales o municipales. Lo malo es que esos déficits tienden a crecer año tras año, porque no se aplican adecuados ajustes de tarifas que permitirían controlarlos. En muchos países algunos servicios básicos, como el transporte, son subsidiados directa (mediante aportes institucionales) o indirectamente (mediante subsidios a los carburantes, como en el caso de los transportistas privados en Bolivia).
Finalmente, por lo que respecta a la mala administración, debemos reconocer que se trata de la falla más perversa de nuestras EP. Generalmente, el personal llamado a dirigir (consejos de administración) y a administrar (gerentes) las EP es escogido de la cantera de los militantes del partido político en el gobierno, con poca o nula experiencia y sin garantías de continuidad e independencia. Por eso tantos interinatos.
En resumen, parafraseando al presidente Luis Arce, el Estado ha creado (alegremente), pero “no ha cuidado” (responsablemente) las EP.
Los críticos de las EP apuntan a cerrarlas, a venderlas o a volverlas de capital mixto. Sin embargo, si se las cierra, se tiene el conflicto social de la pérdida de empleos. Si se las quiere vender asumo que no es fácil que algún privado invierta en empresas genéticamente “enfermas”. Lo propio podría decirse de las eventuales empresas mixtas, si las reglas de cómo compartir la administración no están bien definidas.
Deduzco de lo anterior que el problema de fondo de las EP es la administración. No basta repetir alegremente a los cuatro vientos que “el Estado es un mal administrador” cuando ni siquiera cumple con los requisitos de administrador.
El hecho es que las EP existen, el pueblo las ama y hacerlas desaparecer es un desafío mayúsculo. ¿Por qué no pensar en consensuar reglas de administración de las EP que les permitan transitar hacia formas de gobernanza más modernas?
Para salir de ese entuerto en una próxima columna presentaré algunas ideas al respecto, elaboradas mientras me desempeñé como Delegado Presidencial, hace ya 20 años.