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Por Jeffrey A. Miron1
Una visión común atribuye la desigualdad económica a los males de los mercados –codicia, corrupción, conexiones familiares, suerte, etc.– más que a diferencias en la productividad económica.
Parte de la riqueza es, sin duda, “mal habida” o, al menos, no está directamente relacionada con la propia contribución al pastel económico.
Sin embargo, muchas diferencias en el éxito económico son el resultado de intervenciones gubernamentales que crean ganadores y perdedores, y de forma arbitraria o incluso perversa.
Las licencias gubernamentales para ser abogado, médico, peluquero, fontanero u otro profesional aumentan los ingresos de quienes las obtienen, independientemente de que tengan más talento.
La regulación de la zonificación protege la riqueza de quienes tuvieron la suerte de comprar terrenos antes de que existieran tales restricciones.
Gran parte de la regulación, de todo tipo, impone costes fijos sustanciales. Las empresas más grandes los absorben más fácilmente, mientras que las pequeñas se enfrentan a una mayor barrera de entrada. La regulación también crea la oportunidad de que las empresas con menos principios jueguen con el sistema, lo que implica que las empresas honradas salen perdiendo.
Cuando los gobiernos construyen escuelas, carreteras, hospitales, edificios de oficinas, equipamiento militar y otras infraestructuras, contratan a empresas privadas. Lo ideal es que el gobierno elija a la empresa más eficiente, pero en la práctica el amiguismo y la corrupción desempeñan un papel importante.
Las políticas de inmigración restrictivas impiden a los habitantes de los países pobres ganar salarios sustancialmente más altos.
Las normas de reembolso de Medicare recompensan a los proveedores de atención sanitaria menos escrupulosos, que manipulan los códigos de facturación para maximizar sus ingresos.
Las universidades financiadas por los contribuyentes transfieren riqueza a las familias con más hijos universitarios.
La protección gubernamental de los sindicatos aumenta los salarios de sus miembros, pero provoca el subempleo de otros. Las leyes de salario mínimo tienen efectos similares.
Los controles de alquiler desincentivan la construcción de nuevas viviendas, aumentando los costes para quienes no consiguen viviendas con el alquiler controlado.
El impuesto de sociedades penaliza no sólo a los accionistas, sino también a los clientes y a los empleados, que suelen tener menos recursos.
Los códigos fiscales progresivos o complicados crean ingresos lucrativos para los abogados y contadores que ayudan a particulares y empresas a evitar o evadir estas características.
Podría seguir, pero ya me entienden.
El hecho de que el gobierno provoque estas redistribuciones arbitrarias no es, en sí mismo, motivo para evitar toda intervención. Si una política genera grandes beneficios, cualquier mala distribución resultante puede ser un mal necesario.
En algunos casos, además, la redistribución es la otra cara de un efecto potencialmente beneficioso. Las patentes y los derechos de autor generan beneficios monopolísticos que incentivan la actividad innovadora o creativa, lo que quizá beneficie a la sociedad en general.
No obstante, las evaluaciones políticas deberían reconocer el alcance de la redistribución arbitraria como uno de los efectos secundarios negativos de interferir en los mercados libres.
Del mismo modo, cualquier debate sobre la redistribución debería reconocer que el gobierno, y no el libre mercado, es a menudo el mayor infractor.
1es director de estudios de pregrado de la Universidad de Harvard y es un Académico Titular del Cato Institute.
*Este artículo fue publicado en elcato.org el 29 de junio de 2023
