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Con motivo del 40 aniversario de la muerte trágica de René Bascopé se está reeditando alguno de sus libros y hay por lo menos dos actos de homenaje en torno a su figura. Está muy bien recordarlo en su calidad de escritor, y mejor aún si en esos homenajes participa gente joven, que no lo conoció personalmente, pero aprecia el legado que dejó a su muerte.
De todas las veces que he escrito sobre él, siempre me viene primero a la mente la circunstancia de su muerte. Es como si los libros que conservo, varios dedicados por él y varios en ediciones póstumas, tuvieran ya una vida propia pero la de él estuviera todavía en un limbo indefinido, no completamente resuelta. También tengo las fotos que le tomé en diferentes circunstancias, pirateadas sin el mejor empacho a diestra y siniestra, sin que los piratas sepan en qué circunstancias le tomé tal o cual foto, sin contexto ni historia. Por ello me queda esa sensación de algo pendiente que no se ha cerrado todavía.
Quiero rescatar para mí mismo tres momentos con René, de los que pocos pueden hablar, porque al menos dos de los compañeros de aquellas épocas han fallecido recientemente. En menos de un mes perdimos a Edgar Arandia el 26 de junio y (como si ambos se hubieran puesto de acuerdo), dos semanas después, el domingo 14 de julio, se nos fue Jaime Nisttahuz. El grupo que teníamos se completa con Ramón Rocha, Félix Salazar y Manuel Vargas, a quien suelo ver con más frecuencia. Jaime era el mayor (1942) y Manuel el menor (1952), sin embargo, no había ninguna jerarquía ni competencia entre nosotros.
Primer momento: jóvenes del “boom”
Esa época la recuerdo con mucho cariño. Éramos jóvenes escritores y artistas con apenas 20 años de edad, con ganas de devorar el “boom” de la literatura latinoamericana y pretensiones de escribir para renovar la literatura boliviana. Nuestras reuniones con Pedro Shimose en la trastienda de la editorial y librería Difusión, de Jorge Catalano, eran para charlar sobre literatura y preparar la revista de gran formato que fue interrumpida en el número 7, luego del golpe del coronel Banzer en 1971. Pedro Shimose y yo salimos al exilio, a Madrid. Han pasado 53 años desde entonces.
A pesar de los siete años de dictadura, el grupo no se desarticuló. Manuel, Jaime y René fundaron la revista Trasluz, que fue un referente muy importante entre 1975 y 1977. A fines de esa década con apoyo de Pepe Ballón que estaba a cargo de la imprenta de la Universidad Mayor de San Andrés, publicamos un libro colectivo: Seis nuevos narradores bolivianos (1979) y creamos el sello editorial “Palabra Encendida” para que nuestros libros no nacieran huérfanos. Inauguramos las ferias de autores en El Prado, frente al hotel Copacabana. Cada quien se ponía con los dos o tres libros publicados hasta entonces. A veces se unía a nosotros Matilde Casazola, Mariano Baptista Gumucio, y otros. Presentábamos exposiciones de pintura y nuestros nuevos libros en la galería Puerta Abierta, en la calle Bueno, en un local largo y estrecho que Edgar Arandia y Silvia Peñaloza habían alquilado. En fin, otras anécdotas que ya he narrado otras veces.
Segundo momento: Aquí y allá en el exilio
En esta época con René Bascopé destaca nuestra participación en el semanario Aquí que dirigía Luis Espinal, creado en 1979 a la caída de la dictadura militar. La historia del semanario en su primera etapa fue breve pero sustanciosa. Su influencia en la opinión pública era tan importante que los militares, irritados porque denunciábamos la corrupción y los preparativos de un golpe militar, nos tenían amenazados constantemente. El golpe del coronel Alberto Natusch Busch se produjo el 1 de noviembre de 1979 y uno de nuestros compañeros, Edgar Arandia, fue gravemente herido de bala en la plaza Pérez Velasco, ocupada por las tanquetas del Regimiento Tarapacá. Ya he dicho más sobre ese episodio el 24 de julio pasado, cuando escribí sobre Edgar Arandia.
Apenas dos meses después, en enero de 1980, esbirros del ejército colocaron una bomba en las puertas de la redacción del semanario, sin consecuencias personales, por suerte. Y otros dos meses después, el 22 de marzo de ese año, fue secuestrado, salvajemente torturado y asesinado nuestro director y amigo, Luis Espinal. La conmoción fue tremenda, nunca pensamos que podían llegar tan lejos, pero era el preludio del golpe militar de García Meza y Arce Gómez que se produjo otros cuatro meses más tarde, el 17 de julio. Parece ahora un periodo corto, pero vivimos demasiadas cosas en esos pocos meses de la primera etapa del semanario Aquí.
Tal como habíamos anunciado y denunciado (publiqué un corto artículo titulado “La mesa de García” en alusión a García Meza), se vino el golpe militar y luego de unas semanas en la clandestinidad, cuando vimos que se había consolidado la dictadura, buscamos donde refugiarnos. De nuestro grupo de escritores, René Bascopé, Ramón Rocha y yo terminamos en la embajada de México, donde encontramos a Cristina de Quiroga, a Luis Rico, a Coco Manto, Silvia Rivera, Sergio Paz y a muchos otros amigos perseguidos políticos.
En la residencia del embajador mexicano, en la calle 5 de Obrajes, éramos más de un centenar de asilados que dormíamos en el suelo en sleeping bags, apretujados, aprovechando todo el espacio disponible en la sala, comedor y alguna habitación del primer piso. Nos organizamos para ayudar a Dorita, la cocinera, en las labores de la cocina y limpieza. Teníamos turnos de 5 minutos para el baño. Tomábamos sol en el jardín (una de las fotos que me han pirateado es la que le tomé allí a René). Organizábamos sesiones literarias en el bosquecillo que había en el rincón superior del jardín de la residencia, sobre la avenida 14 de Septiembre. Coco Manto conservaba todavía una grabación de una de esas veladas.
René y yo decidimos escribir a cuatro manos un libro sobre los militares en Bolivia. Él escribió la parte histórica, sin tener recurso a la documentación que necesitaba, y yo la parte testimonial. Compartíamos una misma máquina de escribir, por turnos. Los salvoconductos para salir del país llegaban como cuentagotas y cada semana salía un grupo de veinte personas al que despedíamos con “La caraqueña” de Nilo Soruco Arancibia, que Luis Rico entonaba en su guitarra y todos cantábamos al unísono, con lágrimas en los ojos.
Algunos asilados que llegaron después que nosotros, salían antes con salvoconducto. Hechas las averiguaciones, supimos que el ministro del Interior, Luis Arce Gómez, tenía una lista de seis nombres y habría dicho: “Estos seis que se pudran en la embajada de México”. La lista incluía a Cristina de Quiroga, Luis López Altamirano, Alcides Alvarado Daza, Antonio Peredo, René Bascopé y yo (los tres últimos, del semanario Aquí). Decidí entonces correr el riesgo de dejar el asilo diplomático y emigrar a través de la frontera peruana con una identidad falsa, para llegar a México por mis propios medios y ya no como asilado político (pero esa es una larga historia que no viene a cuento).
Ya en México, René y yo pudimos sobrevivir ejerciendo varios oficios saca-apuros hasta que gracias al Gato Salazar encontramos trabajo como periodistas en dos diarios de la capital: René en El Día (y en una editorial donde le pagaban mejor), y yo en la sección internacional de Excelsior. Nos veíamos poco, cada uno en la lucha por la sobrevivencia. Yo estaba mucho más con Antonio Peredo, ya que compartimos por unos meses un departamento en el barrio de Tacubaya.
René y yo presentamos nuestro libro conjunto al Premio Casa de las Américas, en Cuba, pero no salió favorecido. Tiempo después Eduardo Galeano, que era miembro del jurado, me comentó que las dos partes del libro eran desiguales. René decidió retirar su parte y seguir trabajando en ese texto (que luego abandonó), mientras que yo presenté el libro al Premio Testimonio del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) con el título La máscara del gorila, y gané.
Tercer momento: retorno y muerte
René regresó a Bolivia para hacerse cargo de la dirección del semanario Aquí y yo regresé con el proyecto de continuar la filmación de una película semi documental sobre Luis Espinal. A la idea inicial se fueron añadiendo escenas de ficción: un periodista (interpretado por Pachi Ascarrunz) investigaba el asesinato de Luis Espinal (interpretado por Adalberto Kopp). En una de las escenas ese periodista entrevistaba a René en la imprenta donde se producía cada viernes el semanario Aquí.
Al hablar con René aquella noche, noté que llevaba en la barriga un objeto. Levanté su chompa y vi que era un revólver. Le hice un comentario jocoso sin saber lo que iba a suceder un par de horas más tarde: “Para qué pones el arma en tu barriga, te vas a volar los huevos accidentalmente”. Respondió que después de lo que había sucedido con Lucho Espinal, prefería sentirse más seguro.
Terminamos de filmar sobre la media noche. Yo había alquilado una vagoneta Volkswagen con chofer para llevar al equipo de cine. Fuimos dejando a todos en sus casas y al final en la ruta de bajada hacia Obrajes quedamos sólo René, la periodista Amanda Dávila que se había presentado en el lugar de filmación), y yo. Me llamó la atención que René no se hubiera quedado en Sopocachi, donde vivía, pero no hice ningún comentario. Me dejaron en la calle 6 de Obrajes y siguieron su camino probablemente al Barrio del Periodista.
A eso de las 5 de la mañana recibí una llamada de Rosemarie, la esposa de René: “Moro, le han disparado, está herido de bala”. Me indicó la clínica donde estaba y subí inmediatamente a Sopocachi. Poco a poco llegaron otros amigos para donar sangre. La cirugía duró varias horas: el balazo en diagonal le había atravesado varios órganos. Fueron horas de angustiosa espera hasta que René salió del quirófano y de la sala de recuperación. Fui el primer amigo que pidió ver. Le comenté que afuera había varios periodistas preguntando qué había pasado, pues muchos pensaban que había sido un atentado político. René me dijo: “Para los que pregunten, diles que ha sido un accidente”. Esa fue la versión que siempre sostuve. Sólo hay una persona que sabe exactamente lo que pasó aquella noche (aunque podemos imaginar la escena).
Los días siguientes fueron de ajetreo entre los amigos de René para conseguir algunos implementos médicos que no se obtenían fácilmente en Bolivia en 1984, por ejemplo, las bolsas de colostomía que René debía usar hasta su recuperación. Regresé a México, donde yo vivía todavía, y tuve noticias de que René había regresado a su casa. Sin embargo, unas semanas más tarde, al llegar a mi departamento y escuchar los mensajes en el respondedor automático del teléfono, escuché la voz de Ángel, el hermano de René: “Moro, René ha muerto”.