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Uno de los mitos más arraigados en la economía moderna es la idea de que el desarrollo de un país o región depende de la acción del Estado a través de sus políticas gubernamentales. Se argumenta que, sin la intervención estatal, el crecimiento económico sería imposible. Este mismo relato se ha aplicado a Santa Cruz.
Los defensores de esta tesis señalan la construcción de la carretera Santa Cruz-Cochabamba, el acceso a créditos productivos otorgados por instituciones financieras estatales y el subsidio a los hidrocarburos como pruebas de que el progreso cruceño es resultado de la acción del gobierno. Estos factores, sostienen, desmantelan la narrativa de quienes promueven el llamado “modelo económico cruceño”.
Discrepo con esta visión.
Un libro esencial para comprender el desarrollo económico es Bourgeois Dignity, de la economista Deirdre McCloskey. En su análisis de la historia económica, McCloskey explora las razones detrás de la prosperidad de algunos países y la pobreza de otros. A diferencia de muchos estudios que parten de una teoría explicativa central, la autora examina primero las explicaciones tradicionales y las somete a un riguroso escrutinio.
Desde el clima y los recursos naturales hasta la acumulación de capital y el imperialismo, todas estas hipótesis terminan siendo insuficientes para explicar el fenómeno sin precedentes de crecimiento que el mundo ha experimentado desde finales del siglo XVIII.
Entonces, ¿cuál fue el verdadero motor del progreso? Según McCloskey, la clave estuvo en un cambio en la retórica social. En Inglaterra y Europa, el comercio dejó de ser visto como una actividad despreciable y los comerciantes —la burguesía— pasaron de ser marginados a ser respetados. Como ella misma señala: “La economía mundial creció debido a los cambios en la forma en que se hablaba sobre los mercados, las empresas y la innovación”.
Esta misma lógica se aplica a Santa Cruz. Si el crecimiento de una región dependiera de la intervención estatal, todas las regiones del país habrían experimentado niveles de desarrollo similares. Sin embargo, las estadísticas de PIB departamental y desarrollo humano muestran lo contrario.
Las leyes, impuestos y regulaciones son, en gran medida, de alcance nacional, lo que genera un “experimento natural” que mantiene constantes esas variables institucionales. Si la acción del gobierno fuera el factor determinante, ¿cómo se explica que el impacto sea tan dispar entre los departamentos?
La respuesta es clara: la clave no está en la intervención estatal, los subsidios o la infraestructura construida —muchas veces, por presión de la sociedad civil—, sino en la orientación de la economía cruceña hacia el mercado.
Desde el mandato de los diputados cruceños en la Asamblea Deliberante de 1825, pasando por el Memorándum de 1904 y la creación de cooperativas en el siglo XX, Santa Cruz ha sostenido una mentalidad abierta al comercio y a la integración con el mundo. Fue esta actitud, en sintonía con las naciones que lideraron el crecimiento económico global hace dos siglos, la que transformó una “aldea inhóspita” en la metrópoli que conocemos hoy.
En conclusión, Santa Cruz no crece gracias al Estado, sino a pesar de él. Su idiosincrasia, heredada de aquellos países que protagonizaron la revolución económica moderna, ha marcado la diferencia. La gran pregunta es: ¿estaremos dispuestos a preservar esta mentalidad por los próximos doscientos años?