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En el largo viaje por Europa que acabo de concluir, he tenido la oportunidad de reflexionar sobre las amistades que se siembran en las varias etapas de la vida y que en algún momento se cosechan.
Confieso que no soy fanático del turismo tradicional, como el viajar a un lugar -solo o en grupos guiados- para conocer monumentos o bellezas naturales. Prefiero mil veces las visitas personales: ir a un lugar -no importa si es turístico o no- para encontrar amigos, conversar con ellos, recordar anécdotas, penas y alegrías, comer y beber juntos y de paso sacarlos de su perjudicial rutina, llegando a conocernos más profundamente. Y eso no lo hago para ahorrar -lo que por cierto sucede en la mayoría de las veces al evitar los hoteles- sino para darle sentido a ese tiempo de ocio (lo opuesto a los negocios).
Reconozco que, en las múltiples actividades de mi larga vida he sembrado y cultivado amistades que se remontan a mi adolescencia, pasan por los años de los estudios, luego por el voluntariado y la cooperación técnica, por el servicio académico en la Universidad de La Paz, por el servicio espiritual en la Iglesia boliviana y el técnico y profesional en el Estado, en la función pública -incluso con encargos gubernamentales- y en la investigación científica. Y ni que decir de la familia, ampliada por las vicisitudes de la vida.
Todos hemos tenido esa clase de experiencias, pero, en la práctica, solemos cultivar selectivamente unas cuantas amistades, por la cercanía, la comunicación o algún interés. Por mi parte me he esforzado por mantener los vínculos con muchas de las maravillosas personas que Dios ha puesto en mi camino, en diferentes países del mundo y en diferentes edades de mi vida, aunque fuera con un recuerdo navideño o de cumpleaños. En particular, he practicado la hospitalidad bíblica las veces que alguno de ellos llegaba a Bolivia, lo que implica ponerse a disposición del visitante para que su estadía sea agradable y mi país de adopción mejor apreciado.
Ciertamente me ha ayudado mucho tener algo que compartir, como mis columnas de opinión o mis libros sobre diferentes temáticas. De igual modo, me ha educado en estas relaciones la hospitalidad y amistad recibidas por parte de gente apenas conocida, amigos de amigos.
He experimentado también una hospitalidad “del corazón”, que consiste en mantener vivas constantemente en la memoria personas que ya no volveré a abrazar, porque me han precedido en el sueño de la muerte. En particular, estos días he recordado al docente universitario que más influyó en mi vocación científica y que fue mi tutor de tesis, mediante una experiencia inesperada casi al finalizar mi viaje.
Resulta que el colegio donde estudia el hijo de un sobrino, el “Liceo Scientifico Bruno Touschek” de Grottaferrata, lleva el nombre de mi tutor de tesis. Hablando con mi sobrino, le compartí el afecto que sentía por ese ilustre físico, fallecido en 1978, y descubrí que él y sus compañeros poco o nada conocían de la vida y obra de ese gigante de la física.
En breve, la profesora de física me invitó a dar una charla al respecto el día antes de retornar a Bolivia para compartir mis recuerdos y algunas anécdotas de hace 55 años. Acepté con gusto, como una forma de devolver a mi tutor algo de lo mucho que me sigue dando. A falta de mi biblioteca, acudí a un condiscípulo, un destacado profesor universitario, quien enriqueció mis recuerdos con otros originales suyos. El resultado fue otra experiencia de sentida hospitalidad.
En fin, a lo largo de la vida se siembran amistades y se cosechan amigos que, aunque por el paso del tiempo ya no son físicamente los mismos de antes, conservan, sin embargo, mucho de lo que una vez hizo quererlos.