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La crisis económica y la discusión sobre el ajuste han reducido el margen de tranquilidad de las familias en esta Navidad. Además, la presión social persiste: hay que celebrar, hay que regalar.
Esta tensión no es nueva. C. S. Lewis distinguía entre Christmas y Exmas: la primera, una celebración con sentido profundo; la segunda, una temporada marcada por la obligación de gastar y aparentar bienestar. Para él, el problema era la presión social que convierte la celebración en cansancio, ansiedad y frustración.
Frente a este escenario, debemos recuperar el espíritu original de la Navidad. Rick Warren plantea que la Navidad tiene un propósito en tres ejes: celebración, salvación y reconciliación. Celebración de un hecho que cambió la historia; salvación como mensaje de esperanza para una humanidad frágil; y reconciliación como invitación a recomponer relaciones rotas.
La Navidad, entendida así, no exige gastar más, sino mirar distinto. No promete eliminar los problemas económicos, pero sí ofrece un marco para atravesarlos con mayor sentido a la luz de la eternidad.
Incluso para quienes observan la Navidad con distancia religiosa, existe un argumento adicional relevante. Lee Strobel, en “El caso de la Navidad”, sostiene que este hecho no se apoya únicamente en tradiciones culturales, sino en evidencia histórica concreta.
Desde una investigación periodística rigurosa, Strobel examina testimonios, fuentes extrabíblicas y datos históricos para concluir que el nacimiento de Jesús no es un mito tardío ni una invención simbólica, sino un acontecimiento históricamente defendible. Resiste el escrutinio racional y puede ser tomada en serio incluso por escépticos.
Si se trata de un hecho histórico con implicaciones profundas, su relevancia no depende de la situación económica. Esa es precisamente la línea que atraviesa el libro “Ven Jesús tan esperado”, una obra que reúne reflexiones de pensadores cristianos de distintos siglos y contextos.
San Agustín planteaba que la Navidad une lo eterno con lo humano: Dios entra en el tiempo para transformar la historia desde dentro. Martín Lutero veía en el pesebre una lección radical de humildad: la verdadera grandeza no está en el poder, sino en la cercanía. Juan Calvino enfatizaba que la encarnación no es un adorno teológico, sino el corazón del mensaje cristiano: Dios se adapta a nuestra debilidad para rescatarnos.
George Whitefield advertía que la Navidad pierde su fuerza cuando se reduce a tradición vacía y no a transformación interior. Charles Spurgeon insistía en que el nacimiento de Jesús incomoda porque confronta el orgullo humano: no somos salvados por mérito, sino por gracia. J. I. Packer hablaba de la “condescendencia divina”: un Dios que se hace pequeño para elevar a quienes están caídos.
Autores más contemporáneos profundizan esta idea. John Piper subraya que la Navidad no es sentimentalismo, sino una afirmación histórica que apunta al sacrificio. Timothy Keller sostiene que el mensaje central no es “esfuérzate más”, sino “reconoce tu fragilidad”.
Todos estos autores coinciden en un punto esencial: la Navidad no fue diseñada para hacernos sentir cómodos, sino para decirnos la verdad. Una verdad exigente, que desafía la lógica pasajera de la pasión, la posesión y la posición. Tal vez por eso, en épocas de bonanza, se la trivializa; y en épocas de crisis, se la vuelve necesaria.
Una vez escuché una ilustración que nunca olvidé: si una colonia de hormigas estuviera a punto de ser destruida, ningún humano podría advertirlas gritando desde arriba. Para salvarlas, tendría que hacerse hormiga, entrar en su mundo, hablar su lenguaje y mostrarles el peligro desde dentro.
Esa imagen resume el significado de la Navidad: Dios no advierte desde lejos, no observa desde arriba, sino que entra en la historia humana para alertar, acompañar y salvar.
Tal vez esta no sea la Navidad más cómoda para Bolivia. Pero puede ser una de las más honestas. En un país cansado, eso ya es una forma profunda de esperanza.



