«Tierra de leche y miel…»
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En Éxodo 3, Yahvé le habla a Moisés: «7 El Señor dijo: “Yo he visto la opresión de mi pueblo, que está en Egipto, y he oído los gritos de dolor, provocados por sus capataces. […] 8 Por eso he bajado a librarlo del poder de los egipcios y a hacerlo subir, desde aquel país, a una tierra fértil y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel» y en el cuarto Libro del Pentateuco (Torá para los hebreos), en Números 13:27 los hebreos que han llegado a la Tierra Prometida por Yahvé le cuentan a Moisés: «Fuimos al país al que nos enviaste, y en verdad que mana leche y miel». Pero también el Antiguo Testamento nos dice que esa tierra era el «país de los cananeos, los hititas, los amorreos, los perizitas, los jivitas y los jebuseos» (Éxodo 3:8) y Números 13 menciona que allí habitan «28 descendientes de Anaq [los anaquitas o anaceos]. 29 El amalecita ocupa la región del Négueb; el hitita, el amorreo y el jebuseo ocupan la montaña; el cananeo, la orilla del mar y la ribera del Jordán», y aun así no menciona los hicsos, los filisteos, los fenicios, los hurritas, los arameos, los samaritanos —y posiblemente los demás “Pueblos del Mar”: los tjekker, los dananeos y los shardana— que, con los mismos hebreos, compartían —en su gran mayoría— un mismo tronco semita, una lengua ancestral y de quienes derivaron, a partir de Abraham, las tres grandes religiones monoteístas: el judaísmo, el cristianismo y el islamismo.
No quise agobiarlo, amigo lector, con una lección bíblica pero muchísimas veces olvidamos que el Pentateuco es un gran registro histórico escrito —en cúmulo de siglos— de los pueblos que habitaron el Oriente Próximo y, también, Mesopotamia y el antiguo Egipto. Conocer esa memoria nos podrá ayudar a horrorizarnos menos —al menos intentarlo pero no entenderlo— con la insania que pasó la semana pasada en esa «tierra que mana leche y miel…».
Tierra deseada, a medio camino estratégico —paso y cruce de civilizaciones— entre Mesopotamia y Egipto en tiempos prebíblicos, bíblicos y hasta actuales, conquistada y vuelta a conquistar muchísimas veces (del bíblico rey David o Dāwīḏ, en los libros de Samuel y las Crónicas en el Antiguo Testamento se describen con soltura sus campañas militares para dominar territorios, con masacres incluidas). Muchos muriendo y muchos matando en esas tierras: los primeros pueblos, egipcios, israelitas, babilonios, romanos, cruzados, musulmanes, otomanos, británicos, palestinos…
Dos urgentes observaciones más para tratar de entender cómo pudo suceder el horror del pasado Shabat.
La primera, es sobre la misma coalición que permitió al primer ministro Benjamín Netanhayu gobernar Israel por tercera vez. Un gobierno considerado el más reaccionario y antipalestino de la historia del Estado de Israel, incluyendo ministros «que en su día fueron consideradas en los márgenes del nacionalismo extremo de la política del país» (HADAS, G.: “Netanyahu logra formar Gobierno en Israel poco antes del plazo máximo”. CNNE, 21/12/2022): aparte del partido Likud del propio Netanhayu, el líder del partido Poder Judío (Itamar Ben Gvir, acusado de incitar el racismo antiárabe y promover el sionismo religioso) encabezaba el Ministerio de Seguridad Nacional —incluyendo la Ribera Occidental ocupada—; el líder del Partido Sionista Religioso (Betzalel Smotrich, promotor de que las fuentes de la tradición religiosa judía, como la Torá, sean utilizadas en asuntos legales, una versión de entender la ley como la Sharia para los musulmanes extremistas) ocupó el de Finanzas que manejaba los pasos fronterizos y los permisos para los palestinos; el del partido ultraortodoxo Shas (Aryeh Deri) simultáneamente los ministerios de Interior y de Sanidad, y el del otro partido ultraortodoxo Judaísmo Unido de la Torá la cartera de Vivienda, encargada de los asentamientos, incluidos los ilegales en territorios palestinos. Un gabinete lo menos proclive a promover el entendimiento con los palestino y no hebreos.
La segunda observación es que los líderes palestinos —priorizo los de Hamas, responsable de las masacres del pasado 7 en Israel, verdadero genocidio al estilo de los acuerdos de Wansee, pero no excluyo otros— han vivido y viven medrando de la ayuda internacional que retacean a sus propios pueblos, junto con las subvenciones iraníes directas para contra Israel: no es paradójico que en Gaza, el exclusivo barrio de Ramil —donde residía el liderazgo de Hamas, “defensores del pueblo palestino”, con sus familias antes de ser destruido esta semana por los bombardeos israelíes— era un oasis de prosperidad y riqueza en medio de la miseria de los gazatíes. Tampoco es extraño que esos líderes estén insistentemente presionando a la población para que no salga de la Franja, desoyendo la advertencia israelí de que emigren a través de la frontera sur con Egipto —con independencia de lo factible que pueda ser para cerca de dos millones de gazatíes hacerlo en el escasísimo plazo—: su salida dejaría desprovistos a los estrategas de Hamas de los escudos humanos —físicos y mediáticos— que han utilizado y abusado siempre.
Una hermosa «tierra de leche y miel» y «estrado de mis pies» —como afirmó el profeta Isaías (66:1) que la llamó Yahve— que no ha encontrado paz ni convivencia en 35 centurias hasta hoy (si partimos del Éxodo en el 1447 a.C. bajo el faraón Tutmosis III), como si Samael, el Ángel de la Muerte talmúdico —Mashhit (el destructor) o Sariel o Azael, otras denominaciones del mismo que comparten hebreos y musulmanes más allá de odios y venganzas— realmente haya tomado esa tierra ubérrima como propia heredad.
No olvidemos que un hebreo y un palestino —más allá de manipuladores cruentos— también siempre serán nuestros hermanos.