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Por: Sergio Plaza1
El proceso de duelo resulta traumático, máxime cuando un ser querido fallece por muerte natural a destiempo, de forma repentina e inesperada. Escribo estas líneas como víctima de dicho hachazo por la espalda. Angustia, sufrimiento, desasosiego, tristeza, pena, dolor, terror, amargura, enfado, rabia, impotencia, incredulidad y sentimiento de culpa son algunas palabras que expresan el transcurso de esta vivencia, en la que este autor lleva inmerso un año. La lengua alemana está mejor pertrechada que la española para expresar cuestiones relacionadas con estado de ánimo y trascendencia. No es casualidad que “angustia”, sensación tan presente en el duelo, sea vocablo latino recuperado vía el vernáculo de Sigmund Freud.
Una percepción anómala de extrañeza, así como de ruptura abrupta y antinatural inaugura la nueva cotidianeidad distópica del doliente: una disrupción en toda regla desde el día cero. Lo que era blanco es negro. La rutina emergente se desenvuelve en un limbo atemporal, donde se recrean tanto las circunstancias del deceso como el tiempo mítico de vida compartida con el finado, a través de una borrachera de imágenes y pensamientos. La condición de doliente se superpone sobre las demás a modo de obsesión. Se aprende a sobrevivir, trabajar y escribir siendo un doliente.
La Psicología está de moda. El uso del término empatía ha crecido de forma exponencial en menos de diez años. Los psicópatas, carentes de la capacidad para ponerse en la piel del otro, también nos pueden engañar; y repetir como loros el vocablo griego ya famoso, que también nos lo prestan los alemanes. En la novela distópica “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?”, de Philip K. Dick, cuya versión cinematográfica es “Blade Runner”, existía una prueba irrefutable para distinguir a robots de seres humanos: la ausencia de empatía
Ahora basta “guglear”; y, todo el mundo pretende saber de todo con inmediatez absoluta. Así, los licenciados en Psicología por “Wikipedia University” aparecen por doquier. A pesar de ello, si no han pasado por este trago, no pueden imaginarse la sarta de tonterías que un doliente está condenado a escuchar. Los “titulares” recibidos devienen en fuente de estrés postraumático, añadidos a la desazón ocasionada por el fallecimiento en sí del ser querido. Una tortura psicológica que vuelve una y otra vez, a través del recuerdo retrospectivo de palabras que golpean como llagas emocionales perennes.
Apenas diez minutos después de certificarse el óbito, cuando yo estaba en “shock”, tuve que escuchar dos comentarios: “debes pensar en que ha sido muy feliz con sus gatitos durante estos últimos años”. El arribo a la fase de aceptación –última etapa del duelo- puede resultar tan inalcanzable como la cima del Everest para los allegados más cercanos al difunto. Sin embargo, desde la frialdad más absoluta, mi interlocutora ampliaba su pésame con un mensaje sorpresivo, aludiendo a un tercer personaje, quien estaba muy impactado, “pensando en que algo similar le pudiera pasar a él” –es decir, el miedo a morirse de repente-.
A posteriori, dos conceptos afluyen a mi mente: la “banalidad del mal” (Hannah Arendt); y el egoísmo del “homo economicus”, que solo piensa en maximizar su utilidad. Un caso concreto como intersección de ambas reflexiones: la falta del sentido de “nobleza obliga” en aquellos varones adultos embarcados en los botes del Titanic reservados para mujeres y niños.
En el velatorio, alguien se atrevería a hacer un balance: “ha vivido muy bien; ha viajado mucho”. Qué fácil puede resultar la aceptación de la pérdida para terceros. “Ha tenido la muerte de los elegidos” fue titular hiriente. Un ser humano con un sentido existencial de la trascendencia, muy superior al mío, no tuvo derecho a saber que se iba a morir. Un hombre entrañable, lleno de ilusiones, con una edad de madurez intelectual -46 años-. Qué textos tan impresionantes nos legó el psiquiatra y escritor Oliver Sacks, una vez sabedor de su finitud acechante con seis meses de antelación. Un privilegio.
En la distopía del duelo, aparece algo parejo al utilitarismo del análisis económico, desde la comparación entre penantes: la “teoría de la balanza”. Como si fuera perito de los daños causados por las desgracias ajenas, una mujer sentencia: “peor ha sido lo de Fulanito, cuyo hijo se ha suicidado”. Otros enfatizarán que el dolor de la madre es mayor que aquel soportado por el hermano. Un tópico que hiere: yo; y mi circunstancia, como diría Ortega y Gasset. El enfoque darwinista tampoco está ausente. “Tienes que pensar que esto es como con los animales, que nacen y mueren”. Si lo sabré yo, desde la soledad del corredor de fondo, en tanto cuidador, día tras día, de una colonia de gatos callejeros. “Estas cosas pasan” o “te ha tocado” son recordatorios probabilísticos de una lotería inversa. El economicismo vuelve a escena con el concepto de rendimientos decrecientes en una frase manida: “es cuestión de tiempo”. ¿Por qué las penas no pueden crecer con los años en vez de aminorarse?
Las sociedades tradicionales de la Europa Mediterránea estaban articuladas en torno a la familia extensa. Su legado persiste: cotilleo e inmiscuirse en los asuntos ajenos son atributos de la españolidad. Por eso, muchos interlocutores de cualquier condición darán consejos al doliente: hay que seguir; hay que superarlo; hay que seguir tirando; hay que recentrarse, unos necesitan un mes y otros cinco meses; al finado le habría gustado que hicieras esto o aquello. “Hay que pasar página”, le dice un conocido a una madre destrozada que, con ochenta años recién cumplidos sin su hijo pequeño, acumula más días pasados que venideros. “La vida sigue” es moraleja repetida, herencia del campesino hambriento de la Castilla del siglo XVII, cuyas viudas apenas tardaban unos meses en volver a casarse.
La banalidad de los lugares comunes espanta al doliente del siglo XXI. Un mes después de la tragedia familiar, se iniciaba el segundo cuatrimestre en la universidad. Y allí estuve, henchido de dolor, al pie del cañón. No falté a ninguna clase. La vida sigue; pero, cómo sigue.
“Os acompaño desde el silencio”: el titular más amable que confieso haber recibido.
1Profesor de la Universidad Complutense de Madrid
*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo