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Este 19 de abril recordaba la trágica muerte de Oscar Únzaga de la Vega en 1959 y cómo aquellos sucesos resumen cómo funcionaba el sistema de represión instalado por el Movimiento Nacionalista Revolucionario. La violencia ejercida desde el Estado, personajes como Claudio San Román, el desborde de los grupos de choque; a nombre de un partido, de una ideología, de una “revolución” se perseguía, se encarcelaba, se exilaba, se torturaba, se fusilaba…
Entonces no existían organizaciones sociales o cívicas para reclamar y defender los Derechos Humanos. Apenas empezaba, tibiamente, a trabajarse el asunto a nivel internacional ante los horrores y secuelas de la Segunda Guerra Mundial. En Bolivia, los perseguidos o sus familiares acudían a la protección de la Cruz Roja o a sus parroquias.
La Nunciatura, representación diplomática del Vaticano, auxiliaba a estas personas desamparadas. La Iglesia Católica daba asilo en sus templos y conventos, especialmente en Latinoamérica en los oscuros años de las dictaduras. En abril de 1959, fiel a esa tradición secular, el Nuncio amparó a los familiares, sobre todo a los niños, de los falangistas que intentaron la revuelta. Falange Socialista Boliviana era nacionalista, anticomunista y férreamente católica.
Después de asaltar la sede de la Federación de Mineros y de la Central Obrera Boliviana en El Prado, el 17 de julio de 1980, durante el último sangriento golpe de Estado, los militares y paramilitares cercaron el Palacio de Gobierno. Ahí se encontraba la presidenta constitucional Lidia Gueiler y sus ministros leales, aunque eran funcionarios que ni siquiera militaban en el mismo partido. Envalentonados frente a civiles desarmados, los golpistas estaban dispuestos a continuar con el reguero de sangre.
Gueiler fue salvada por sus colaboradores y la Nunciatura Apostólica le dio su protección inmediatamente hasta conseguir que salga del país en condiciones seguras. La mandataria era desde su juventud una mujer rebelde, libre pensadora, casada y divorciada de un paraguayo, pero el representante del Vaticano no dudó en asilarla. Y los militares, a pesar de sus vínculos con el narcotráfico y su disposición a matar, respetaron el refugio.
En cambio, la expresidenta constitucional Jeanine Áñez, católica practicante, no goza de la atención de la Nunciatura. El papa Francisco, como tantas veces repetimos, no se interesa por los perseguidos en Cuba, Nicaragua, Venezuela o Bolivia. La Iglesia es una poderosa organización y su capacidad diplomática es famosa, con experiencia de siglos, como ningún otro país. Quizá tendrá razones que los cristianos de a pie no entendemos.
Lo cotidiano es que no conocemos el respaldo de la Nunciatura a la lucha por la vigencia de los Derechos Humanos en Bolivia. Añez está en las mismas condiciones de presa como otros perseguidos políticos que han fallecido destrozados por la presión física y moral. ¿Acaso no podría tener un mínimo de gesto para ofrecer asilo a Jeanine Añez invocando la solidaridad humana?
¿Hay que esperar que las personas se mueran para reclamar ante el gobierno, el ministro Iván Lima, las autoridades carcelarias, el sistema de persecución instalado en Bolivia?
Áñez presidió un régimen caótico, al que se subieron personas que no tenían ni el 4% del apoyo popular, que no representó en ningún momento al formidable movimiento cívico de resistencia al continuismo y a las irregularidades electorales. Sin embargo, es juzgada por aceptar el rol que le tocó histórica y constitucionalmente. ¿Acaso no lo sabe el señor Nuncio?
*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo