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Ella se sentó a mi lado y comenzó a leer las posibles respuestas. Al no hallar alguna que me reflejara de pies a cabeza, decidí apuntarme en la casilla “quechua”. Porque mi padre era potosino, hablaba el idioma como tributo amoroso a mi abuela y a su segunda madre, una señora de pollera de los valles de ese departamento.
Ese fue el primer censo del que tengo claro recuerdo. Y desde ahí soy quechua. Entonces sentí correcta la respuesta, pero siempre incompleta. No soy solo quechua. Aunque he tenido la voluntad (quizá no la habilidad) de aprender el idioma, digo “atatau” y no “achichiu”, me gusta la salteña potosina y el ají bien rojo, tengo varias raigambres identitarias y culturales. Cuando me enojo o me pongo seria, por ejemplo, hablo a mis hijos y sobrinos de “usted”. Tal como lo hacía mi abuela trinitaria. El chivé me lleva a una niñez feliz y cálida y todavía soy feliz cuando la encomienda trae charque especial. Y -aunque sé que seré criticada por esto- mantengo la tradición alemana de celebrar la pascua pintando huevitos en cáscara y en Navidad haciendo las coronas de adviento.
Todo eso soy. Y soy orgullosamente boliviana. Y esa mezcla no es otra cosa que eso, una mezcla. Mestiza o combinada o mixta, u otros sinónimos que pueden hallarse en el diccionario. Pero no mestiza con la significación ideológica de traidor, renegado, ingrato y otros tantos sinónimos que mal se unen al vocablo mestizo.
Esa oposición generada artificialmente al dotarle de significados distintos al vocablo mestizo, genera una muy débil posibilidad de construir identidades. Y es que la construcción se consigue desde la mismidad como en la otredad. Necesitamos afianzarnos en nuestras particularidades, desde el ensimismamiento identitario hacia el reconocimiento del otro. El peligro de mantenernos en el centro de nuestra mismidad como sociedad e individuos, es la creación de una acción y visión narcisista. Y de allí -haciendo una síntesis por demás apretada- saltar a la aversión a la diversidad, a impulsar la polarización entre bandos artificiosamente creados como opuestos.
El artificio hace luego que nos miremos sobre el hombro con recelo y aprendamos a identificar aquello que nos separa antes que lo que nos une. Unos son, entonces, más bolivianos que otros y no por querer reivindicar el 0,2 % de su sangre blanca.
Prefiero que todos nos mezclemos y, nos sepamos mezclados, como en ese magnífico, diverso y totalmente sincrético coctel llamado Chuflay. Dice una de las leyendas sobre su creación, que el nombre viene de la expresión “short fly” (atajo en jerga ferrocarrilera) escuchada como escuchamos muchas de las letras de las canciones en inglés. A fines del siglo 19, los ingleses que construían el ferrocarril Arica – La Paz se quedaron sin el gin para hacer el gin and tonic. Entonces se les ofreció el singani como suplente. La mezcla quedó maravillosa y permaneció en el tiempo rebautizada como Chuflay, la versión oída de “atajo” en inglés. Un trago bandera, un trago boliviano, un trago mestizo.
*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo