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Una vía boliviana, cruceña y democrática

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La agresión cobarde y brutal de la que fue víctima la asambleísta Muriel Cruz no permite justificaciones, excusas ni atenuantes, ha sido un acto de barbarie inaceptable en una sociedad democrática. La violencia es ­–siempre– un callejón sin salida, por eso, resulta imperioso aislar a los violentos y extremistas, que creen que en la disputa partidaria todo vale, pretendiendo normalizar sus actos de salvajismo intoxicando la política cotidianamente. No importa la ideología de la ultrajada, ni los motivos de la gresca, las imágenes reflejan la crueldad. Pero, en rigor, no estamos ante un hecho aislado, sino, ante una peligrosa espiral beligerante, que tiene raíces más profundas.

Pese a que la polarización exige asumir a fardo cerrado lo que te impone tu bloque, la equidistancia o indiferencia no son opciones, porque la sangre está llegando al río y nos acercamos al abismo. Sin ánimo fatalista, considero necesario cuestionarnos porqué hemos llegado a estos niveles de intolerancia, que han transformado los espacios institucionales de debate en verdaderos campos de batallas despiadadas, poniendo en riesgo nuestro futuro común, que, por ahora se torna deprimente. Es la única forma de comprender las causas y tratar de enderezar el camino.

Los discursos y las acciones cuentan, más aún cuando hay un franco proceso de radicalización, sustentada en la descalificación permanente del adversario, los gritos delirantes, el odio visceral y la confrontación tan belicosa como infructuosa. Las trifulcas en los parlamentos nacional y autonómicos, el uso desmedido y selectivo de la fuerza pública, el desprecio por los derechos humanos y sus defensores, los congresos partidarios carentes de ideas y desbordantes de bochornos, la putrefacción sin freno de la justicia, el encarcelamiento arbitrario de líderes opositores, la intrusa manipulación gubernamental de hechos sensibles y un largo etcétera, atrofian nuestra democracia diariamente, procurando condenarnos a la resignación y desafección.

La violencia política es un círculo pernicioso: la provocación de un lado, la reacción del otro y la inevitabilidad de ambos, sirve para la construcción de relatos interminables de ‘la culpa es del otro’, que son usados instrumentalmente para cohesionar la tribu, evitando voces discrepantes, y si estas aparecen engrosan la lista de traidores en la agenda del patrón. Nada nuevo, primitivismo puro y duro. Al mismo tiempo, el Gobierno refuerza su temperamento autoritario, reprime a quienes piensan diferente o amenazan sus intereses, incluso dentro del propio partido gobiernista, generando una sensación de impotencia, frustración y desamparo institucional. Sin embargo, creo firmemente, que al autoritarismo no se lo combate con sus armas, a la falta de democracia hay que responder con más democracia.

No es una tarea fácil, pero la alternativa es peor, porque la violencia nos dejará un país irremediablemente dividido e irreconciliable. Tampoco es inteligente ni estratégica, porque quienes se dejan llevar por la violencia, le hacen el juego al gobierno que dicen combatir, a estas alturas, dicho de otro modo, después de 17 años es incompresible regalarle tamaña bandera a un gobierno asfixiado por la corrupción, la falta de respuesta a la crisis económica, el narcotráfico galopante, la precarización del empleo, la carencia de reforma judicial y tantos otros males propios y heredados que inquietan a la ciudadanía. Oxígeno gratuito, caído del cielo, que les permite salirse por la tangente, ante la rendición de cuentas que exige una sociedad insatisfecha y hastiada. Visto así, la retórica es hueca, estúpida y estratégicamente fortalece al gobierno.

Este nuevo hecho de violencia, que se acumula a otros, sucedió en el corazón de nuestra autonomía, sin que sus máximos responsables lo hayan condenado públicamente, no obstante su gravedad y resonancia. Están enfrascados en sus disputas internas, con una administración parcelada, caótica, errática y descontrolada, sin horizonte ni gestión. El mal manejo de la crisis política originada en la detención ilegal del gobernador, ha profundizado la deriva, que, insólitamente terminó cargándose a su propio vicegobernador. Demasiados errores para un liderazgo insustancial.

Aunque el panorama es desolador, porque esta vorágine devora todo, como si se tratara de una trituradora capaz de aniquilar cualquier esperanza de cambio, el riesgo del descarrilamiento es real, porque el radicalismo sin ideas no conduce a ningún lado. Estiraron demasiado la democracia y terminaron hartando. Cuando todo parece desmoronarse, es cuando todo se vuelve posible, incluso lo peor. Y nos encontramos en ese momento donde todo parece díficil, agrietado, con esa sensación de irreversibilidad, pero a la vez, es el síntoma social que ansía construir y proponer horizontes nuevos para abordar un cambio fundamental.

Nada indica que esto vaya a cambiar, y sin embargo no me resigno a elegir entre la violencia de unos o la de otros; y quiero seguir creyendo en una vía boliviana, cruceña y democrática, que nos incluya a todos y todas.

*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo


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