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Para quitarle dramatismo a la política, Adolfo Suárez, presidente en la transición española de hace más de cuarenta años, recetaba que había que “elevar a la categoría política de normal lo que a nivel de calle es simplemente normal”.
Suarez proponía así que lo que es evaluado positivamente en la vida ordinaria lo fuera también en la política. Claro que él era visto de arriba por los más leídos, adornados o trajinados. Las palabras de Suárez lucían hueras, sin chiste, sin épica.
Aunque tildado de mediocre, Suárez resultó un actor central del posfranquismo. Por eso me dieron vueltas aquella frase suya y las virtudes que defendía. Él apuntaba a que en la política rigiera cierta naturalidad de a pie y no los artificios de la élite política o académica. Que en la vida pública prevaleciera aquello que el tendero, la tía, la profesora o el minero aprecian sencillamente como bueno.
La apuesta de Suárez tiene un dejo conservador y, quien sabe, hasta ingenuo, pero no tanto como esos saltos de trapecio, nacidos de acatar perrunamente las últimas sofisticaciones de la literatura política. En todo eso, Suárez apelaba a gente de mi corte, nada dotada para el trapecio y cuyo hígado se resiente al oír los tópicos de los teóricos del día.
Los críticos de Suárez quizá alegarán que detrás de su frase resuenan esas moralizantes películas mexicanas de los años 50. Sin embargo, una verdad de fondo se esconde en la intención de las palabras de Suárez. La imaginación, esa “loca de la casa”, es macanuda en el arte; el melodrama vende en Netflix; y el vanguardismo promete una carrera, fama, libros vendidos y discípulos. En cambio, la política demanda primero un muy terrenal sentido común, una básica empatía. E importa un maní que, para los políticos adeptos a las filosofías abstrusas, el sentido común sea una colección de prejuicios que pueden barrer a placer con una revuelta, una campaña de prensa o de disputa del sentido.
La política es también un oficio; tiene trucos y puestas en escena, así como un lado gris, a propósito del cual Bismarck repetía que “a nadie le gustaría saber cómo se hacen los chorizos y las leyes”. Con todo eso, cuesta creer a momentos que el criterio de los gobernantes diste tanto del de un ciudadano promedio.
Pongo como ejemplo que alguno crea de verdad -que no esté muy dopado por sus afanes- que le reditará al Gobierno escarmentar ante las cámaras a la hija de la señora Añez. O que acogerse a un juicio abreviado, como un par de militares presos hicieron, dé para corroborar algo más que una fría transacción inquisitorial: “confiesas lo que queremos, te ahorras el suplicio”.
Es posible que la fórmula de Adolfo Suárez pueda decaer en la despolitización de la sociedad. Y que, frente a los grupos de choque, los tecnócratas duros, como alternativa, no dejen de tener sus asépticas taras. Cualquiera sea el caso, por la vía que va el país, la “normalidad” política futura puede acabar siendo cruentamente opuesta a la presente.
Escarbando más en la frase de Adolfo Suárez hay también un ángulo distópico, perturbador. Ese que deriva de la pregunta de qué es normal en nuestra calle hoy. Visto con crudeza, tal vez lo que es común en la calle hoy, como registra la prensa, es que un padre acuchille a su niña de dos años; que los tíos violen a la sobrina, a cambio de no delatarse; o que los changuitos del Chapare aspiren a una carrera fácil y rentable en el hampa.
Si eso es lo que es normal en la calle ahora, entonces Adolfo Suárez no adivinó todo lo que su frase implicaba. Desde aquellos atroces ángulos callejeros en Bolivia, se entiende mejor por qué un exjefe antinarcóticos tiene el tupé de mirar a los ojos a las autoridades y proferir un “vamos a ver”, sin que eso le impida luego ser bien atendido en una clínica, a diferencia de la expresidenta Añez. También se comprende así que quienes deban resolver nuestros enredos sean la ONU, la CIDH y Diego García Sayán. Claro, lo que es normal en la calle hoy alcanza para lo que es también regla en nuestra vida pública. Y de ahí es que necesitemos tantos tutores.