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Aprendiendo de los errores del “desarrollo extractivista”

Guillermo Bretel

Politólogo y Sociólogo de la Julius-Maximilians-Universität Würzburg

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Antes de que la ciencia logre entender la naturaleza como hoy lo hace, el ser humano se  empecinó en crear riqueza de diversas maneras que, si bien han traído bienestar a diferentes sociedades, no contemplaban las consecuencias a largo plazo que tendrían para la vida en  nuestro planeta. Los países industrializados podrán jactarse del nivel de vida que sus  poblaciones han alcanzado en al menos los últimos doscientos años, pero hemos llegado al  momento histórico en que no pueden más ignorar los desastrosos efectos de su expansión  económica. Incendios forestales, inundaciones, sequías, desertificación, entre muchas otras  manifestaciones del cambio climático, han dejado sin espacio en el debate al negacionismo  fundamentalista; no obstante, entre los políticos a nivel global –pero principalmente en  América Latina– todavía quedan los negacionistas argumentativos que pierden el sentido  común por aferrarse a argumentos de base anti-neocolonial o, incluso en el otro extremo, a  justificaciones de corte nacionalista.  

Desde el Protocolo de Kioto (1997) hasta el Acuerdo de París (2015), los países  industrializados han buscado la forma de contemplar a los Estados en vía de desarrollo en el  marco de una política ambiental integral para detener el ascenso global de la temperatura. Los  negacionistas argumentativos –nótese la ironía– niegan la importancia de las naciones  emergentes en la protección del medioambiente, pues perciben este intento por parte de las  naciones industrializadas como una hipocresía en su máxima expresión, en su versión más  moderada, y, en su versión más extrema, como un agravio contra la soberanía de los pueblos,  una especie de neocolonialismo o incluso una forma de frenar el ascenso económico y político  de ciertos Estados en el escenario internacional. En América Latina, políticos con un limitante  nacionalismo (frente a una problemática global) y con el redundante y reduccionista argumento anti-neocolonial a menudo se hacen escuchar y, en la práctica, hacen poco por el  medioambiente. Por eso es esencial devolver el sentido común y el pragmatismo al debate de la crisis ambiental global.  

Países industrializados en Europa, Norteamérica y Asia son, sin duda alguna, los mayores  emisores de gases de efecto invernadero del planeta y por ende los principales responsables del  cambio climático. Cuando construyeron sus economías, no contaban con las herramientas  científicas actuales para medir su impacto a largo plazo o, en muchos casos, simplemente lo 

ignoraron. De acuerdo con este hecho, ellos son entonces quienes deben contribuir con mayor  peso a la causa ambiental. Es cierto también que ellos han destruido sus bosques y yacimientos  naturales para alcanzar los niveles económicos que gozan hoy en día. Y bueno, no solo de ellos,  también han explotado muchísimos recursos naturales alrededor del mundo en una política  extractivista con la que nos urge dar fin.  

En ese sentido, es comprensible que el mundo emergente vea cierto grado de hipocresía en las  medidas globales contra el cambio climático. No cabe duda de la ironía que representa que el  mundo industrializado se oponga al “modelo de desarrollo” que él mismo creó, peor aun  cuando el extractivismo en países emergentes se alimenta de su capital. En otras palabras, las  naciones industrializadas no pueden exigir a los países emergentes que reduzcan su impacto  ambiental alegando que ellos están haciendo lo mismo, porque cambiar el lugar de la industria  contaminante y extractivista, y financiarlo con su capital, no es reducir el propio impacto. Ese  es el punto clave de la hipocresía de las naciones industrializadas, y es por eso que la  argumentación de una transición verde, por ejemplo de Latinoamérica, debe superar su carácter  de imposición y adquirir un carácter completamente endógeno.  

Como ciencia, la historia estudia los sucesos del pasado y busca interpretarlos de la manera  más objetiva posible con un principal objetivo: sacar conclusiones históricas que contribuyan  a la supervivencia y desarrollo de la humanidad. Por consiguiente, si como sociedades  emergentes nos obstináramos, por una cuestión económica, a cometer los mismos errores que cometieron sociedades más antiguas que las nuestras, entonces el estudio de la historia no ha  tenido sentido alguno. Por supuesto que las naciones industrializadas utilizan sus posiciones de  poder en la esfera internacional para promover sus industrias y presionar con movidas  neocoloniales a los países emergentes. Por supuesto que nosotros mismos deberíamos decidir,  sin injerencia de nadie y en pleno respeto a nuestra soberanía, cómo gestionar nuestra energía,  nuestro transporte, nuestras aguas y nuestros bosques. Sin embargo, eso no debe nublar nuestro  sentido histórico para construir sociedades nuevas más verdes, más sostenibles y más  amigables con los seres vivos. Debemos pensar más allá de los dos clásicos argumentos  presentados, pues no podemos continuar construyendo una economía extractivista cuando el  mundo va en otra dirección. El costo ambiental y económico a largo plazo será devastador para  nuestras sociedades. Y no, no es porque nos lo impongan, es porque hoy en día tenemos las  herramientas para saber lo que nos conviene. El futuro es verde en sociedad y en economía;  depende de nosotros adaptarnos o repetir graves errores históricos. 

*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo


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Guillermo Bretel

Politólogo y Sociólogo de la Julius-Maximilians-Universität Würzburg

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