Economía

Panorama general de la economía en Bolivia, por la Fundación Milenio.

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Luego de la caída de los precios internacionales de las materias primas a fines del 2014, la economía boliviana ha padecido de recurrentes y crecientes déficits gemelos: déficit fiscal y déficit en cuenta corriente de balanza de pagos. Estos saldos deficitarios han sido financiados acudiendo al endeudamiento externo y a la utilización de las reservas internacionales, mediante el crédito del Banco Central al TGN. Con el tiempo, las reservas han disminuido aceleradamente, al tiempo que la deuda externa ha ido creciendo.

El bajo nivel actual de las reservas, especialmente en su componente de divisas, es una fuente de vulnerabilidad para la estabilidad económica y financiera, ante cualquier shock productivo, monetario o de expectativas. De hecho, las reservas internacionales, como medio de financiamiento del déficit fiscal, se están cerrando rápidamente. Por otro lado, y si bien todavía es posible pensar en recurrir a los mercados externos para adquirir más deuda comercial, el aumento en la percepción del nivel de riesgo-país requerirá que la deuda se coloque a mayores tasas de interés, lo que incrementaría el costo de servicio de la deuda, que ya empieza a ser significativo.

En este contexto, la irrupción del Covid-19, y las medidas de emergencia adoptadas para contrarrestarlo, tuvieron un impacto sin precedentes sobre el comercio y la producción mundial. En Bolivia, las exportaciones cayeron, aunque en menor magnitud que las importaciones, lo que ha resultado en una cuenta corriente de balanza de pagos equilibrada, después de un lustro de déficits comerciales abultados. No obstante, la desinversión externa en el país (venta de activos) ha debido ser compensada con la adquisición de deuda externa y la caída en las reservas internacionales.

Pero, si bien la recesión ha corregido el déficit de cuenta corriente, un problema crítico es el déficit fiscal que el país arrastra. En efecto, en 2020 se registró el mayor déficit de los últimos años, del orden de los USD 4.676MM (57,2% mayor al déficit en 2019), y originado en una caída del 20% de los ingresos, frente a una caída del 7,8% de los egresos totales. Para este año, el Ministerio de Economía y Finanzas proyecta un déficit fiscal de 9,7% del PIB1, igualmente cuantioso y difícilmente sostenible.

Este déficit viene siendo cubierto por el crédito externo y el endeudamiento interno. Este último, comprende tanto el crédito del Banco Central (que incrementa la oferta monetaria) como la colocación de deuda en los mercados locales. El incremento sustancial en la demanda de dinero (posiblemente por el motivo precautorio, fruto también de la pandemia), ha evitado que la mayor oferta de dinero se traduzca en mayores presiones sobre las reservas. Por otro lado, el importante ahorro financiero del sector privado ha permitido que el sector público pueda financiar una parte importante de su déficit en los mercados locales. Esto explica que, a pesar del alto déficit fiscal, la cuenta corriente no haya presentado un nivel similar de déficit.

Ahora bien, la emisión de deuda en mercados locales por el sector público tiene un costo: reduce el financiamiento disponible para el sector privado, conocido como efecto crowding-out. Este efecto fue mitigado el año anterior por las operaciones del BCB para proveer de liquidez al sistema financiero (incluyendo la compra de títulos del tesoro en poder de las AFPs y la extensión de créditos de liquidez). Sin embargo, en los primeros meses de año 2021, los depósitos en el sistema financiero se han estancado, y, con ello, también la cartera bancaria. La financiación del déficit fiscal tiene entonces un efecto contractivo para la actividad económica, en particular para el sector privado, lo que, naturalmente, limita las posibilidades de recuperación de la economía. Pero, además, dada la magnitud del déficit fiscal, no es posible (ni deseable) esperar que el sector privado destine permanentemente ese nivel de ahorro al financiamiento del sector público; por lo tanto, cabe esperar que este financiamiento tienda a declinar.

Tal como se ha insistido en otros informes de la Fundación Milenio, la solución a mediano plazo pasa por la corrección del elevado déficit fiscal: un desafío no sólo necesario sino urgente; el aplazamiento de esta tarea probablemente sea a un costo cada vez mayor. De un mejor equilibrio de las cuentas públicas, evitando caer en una situación de sobreendeudamiento, depende que el gobierno disponga de más espacio fiscal para poder atender el incrementado gasto en salud e, incluso, para estimular la recuperación económica.

También hay que subrayar que el ahorro del sector privado responde a una actitud cautelosa ante el shock de la pandemia y sus impactos económicos, que ha incrementado el ahorro precautorio. No obstante, a medida que la emergencia sanitaria pueda controlarse y la economía gane en dinamismo, es previsible que el ahorro privado se reduzca. Adicionalmente, si lo que gana terreno es un clima de incertidumbre, por la incierta evolución de la pandemia y el ritmo y eficacia del programa de vacunación o bien por las condiciones económicas generales, es más probable que los agentes privados prefieran mantener sus ahorros en activos externos y no en activos locales (como la moneda boliviana).

Desde ya, la pandemia ha deprimido extraordinariamente la actividad económica general. El confinamiento y otras restricciones a la movilidad y el acceso al trabajo debilitaron la demanda y la producción en la gran mayoría de los sectores económicos. Ha sido también notable la contracción del consumo y de la inversión (formación bruta de capital fijo y variación de existencias) al primer semestre del 2020. Sectorialmente, salvo la agricultura y los servicios de la administración pública, todos los sectores se contrajeron. Fue particularmente severa la contracción en la minería y la construcción. Los servicios no han sido ajenos al colapso económico general.

Todo ello ha generado múltiples perjuicios a las empresas, los negocios y los proyectos emprendedores (muchos, simplemente cerraron), lo que podría poner en peligro el repago de las deudas a los bancos, aún con los programas de reprogramación de pagos y el “periodo de gracia” otorgado a los prestatarios. Solamente cuando éstos deban comenzar a pagar nuevamente sus cuotas se conocerá, a ciencia cierta, el impacto efectivo sobre la cartera de los bancos. También es probable que el impacto sobre la mora sea significativo, en cuyo caso se creará la necesidad de apoyo al sistema financiero. Con este telón de fondo, no sorprende que el ritmo de la reactivación se muestre débil, insuficiente y con fuertes contrastes entre los distintos sectores económicos.

De hecho, las proyecciones de crecimiento de este año (con tasas de 4,5% a 5% del PIB), y con tasas más bajas para 2022 y 2023, advierten que a la economía boliviana le tomará tiempo reponer su nivel de producción de antes de la crisis de la pandemia, y por lo cual los riesgos para la estabilidad económica y social son latentes. Lo cierto es que el entorno macroeconómico sigue siendo enormemente precario, a pesar incluso de que en este 2021 pueda haber una leve mejora del déficit fiscal y de las reservas internacionales por el aumento moderado de los ingresos fiscales, derivado del alza de los precios de los metales, el gas natural y otros productos primarios. El problema reside en que la recuperación de los sectores tradicionales (minería, hidrocarburos y agricultura) tropieza con limitaciones estructurales y coyunturales para incrementar los volúmenes de producción y para elevar los niveles de productividad y competitividad, lo cual impide ampliar la capacidad exportadora y de generación de divisas.

A todas luces es evidente que tales factores pueden conspirar contra el objetivo de una reactivación más acelerada y sostenida y sin pasar por recaídas que podrían prolongar la salida de la recesión y desencadenar presiones sociales difíciles de controlar y gestionar.

Así pues, dada la fragilidad macroeconómica del país, y también la débil recuperación productiva (que se refleja en las altas tasas de desempleo, subempleo, precarización laboral e informalidad creciente), se torna apremiante la necesidad de hallar recursos externos que ayuden a consolidar la estabilidad monetaria y cambiaria. Esto, al mismo tiempo que debería acometerse las acciones precisas para bajar el déficit fiscal a niveles más manejables, y para lo que es preciso disminuir el gasto público no indispensable, quitar los subsidios a las empresas estatales no rentables y, en general, mejorar la eficiencia de la administración pública.

Hacia adelante será necesario generar una base de ingreso que permita restaurar el nivel de consumo de la economía, sin tener que echar mano de las reservas internacionales o de recurrir al crédito externo e interno en un grado excesivo. Sin embargo, esto no ocurrirá si no se facilita y apoya desde el Estado el desenvolvimiento de los sectores privados, y muy especialmente las exportaciones de productos agrícolas e industriales y servicios tecnológicos, suprimiendo las restricciones al comercio externo y a los precios internos, y resolviendo la falta de recursos financieros en las empresas para capital de operaciones e inversiones. Todo cual, trae aparejada la exigencia de promover las inversiones en un ambiente de seguridad jurídica, reglas claras, libre competencia y buena gobernanza.

La marcha hacia la reactivación económica y la retoma de una senda de crecimiento sostenido, con estabilidad fiscal, monetaria y financiera, plantea la necesidad de una política de liberalización de la economía para que la inversión privada nacional y extranjera y el potencial emprendedor de los bolivianos puedan crear nuevas oportunidades productivas y desarrollen una oferta exportadora robusta y diversificada que incrementen el empleo, el ingreso y el consumo de la población.


Para mayor información y conocer el informe, visita su pagina web: https://fundacion-milenio.org/

 


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