¿Cómo aprenden las democracias? Reflexiones a partir del caso Uruguay
Una tragedia no necesariamente deriva en una lección aprendida. El mundo de quienes trabajamos en la esfera del saber, puede contribuir con los procesos de evolución cognitiva de los órdenes democráticos o conspirar contra ellos.
Escucha la noticia
Caída libre, una preciosa canción de la banda de rock and roll de Uruguay, La Trampa, comienza diciendo que «la mala suerte no es verdad». Por cierto, la canción no habla de política. Pero, seguramente por desviación profesional, siempre que la escucho pienso en los enormes problemas que tiene la democracia en nuestra región. La mala suerte no es verdad. Nuestros problemas políticos no deben ser atribuidos a los caprichos de la diosa fortuna. En verdad, hace al menos medio milenio, desde que Nicolás Maquiavelo escribió El Príncipe, que lo sabemos: «A fin que no se desvanezca nuestro libre albedrío —escribió—, acepto por cierto que la fortuna sea juez de la mitad de nuestras acciones pero que nos deja gobernar la otra mitad». Para explicar su argumento la comparó con esos ríos que pueden inundar llanuras y derribar árboles, a menos que, «en las épocas en que no hay nada que temer […], se tomen precauciones con diques y reparos».
Aprender de los errores
Ni las dictaduras ni la inestabilidad política derivan de la mala suerte. Tampoco son consecuencia de alguna conjura internacional o de la desigualdad económica. El contexto geopolítico importa. La estructura social también. Pero no explican nuestra peripecia. Si tuviéramos sistemas políticos maduros, mejores instituciones, mejores ideas, mejores prácticas, podríamos manejar mejor tanto el impacto de los vaivenes de la política internacional como las tensiones derivadas de la desigualdad. Aunque nos cueste admitirlo, nuestros padecimientos políticos son, en última instancia, nuestra propia responsabilidad. Solamente tendremos democracias estables si aprendemos de los errores del pasado.
El aprendizaje no es inevitable. Una tragedia no necesariamente deriva en una lección aprendida. Apenas genera, en todo caso, la oportunidad de aprender. Por otro lado, una tragedia tampoco es imprescindible para desatar un proceso de evolución cognitiva. En términos coloquiales: es posible aprender «por las malas». Pero también es posible —además de preferible— hacerlo «por las buenas». El aprendizaje, además, no es definitivo. Lo ganado se puede perder.
Aprender, o no, tampoco es cuestión de suerte. Para aprender, hay que hacer un esfuerzo cognitivo. Algo de esto también decía Maquiavelo. Para poder alcanzar sus objetivos políticos (conquistar el poder y mantenerse en él), el Príncipe tenía que aprender la técnica, estudiando ejemplos del pasado y la experiencia de sus contemporáneos. Por cierto, para Maquiavelo el aprendizaje era un proceso individual y exigía tomar distancia de la moral. Como veremos en seguida, un proceso cabal de evolución cognitiva es social y exige poner en el centro criterios morales.
Evolución cognitiva
Esta visión respecto del aprendizaje está inspirada en la teoría social de la evolución cognitiva de los órdenes sociales elaborada, a lo largo de su brillante y extensa carrera académica, por el profesor Emanuel Adler. Como puede leerse en su obra World Ordering, los órdenes sociales pueden aprender, modificando el conocimiento de fondo (background knowledge) que informa, y al mismo tiempo limita, las prácticas. El conocimiento de fondo es un saber compartido por quienes se ocupan de los mismos asuntos, en sus términos, por la comunidad de práctica. Y la dinámica de ese conocimiento de fondo, sin perjuicio de la existencia de emprendedores y líderes, es un proceso social.
La evolución de las prácticas puede ser captada, retenida y reproducida por las instituciones. Esta teoría nos ofrece una excelente oportunidad para volver a pensar sobre los problemas políticos de la región. Nuestros países tienen que terminar de entender que, justamente, la única forma de construir democracias estables es poner en marcha procesos de aprendizaje como los teorizados por Adler. Nuestros sistemas políticos, las comunidades de práctica democrática de cada país, deben plantearse el desafío de desatar procesos de evolución cognitiva. Desde luego, el aprendizaje será más rápido si cada país logra tomar en cuenta las trayectorias y lecciones de sus vecinos. En ese sentido, la trayectoria política del Uruguay ofrece algunas experiencias que pueden ser de especial valor.
Uruguay, pacto y democracia
La democracia de Uruguay destaca en el concierto regional y mundial. Desde luego, algunos factores contextuales facilitaron la instauración de la democracia. Como tantas veces se ha señalado, es más fácil construir democracias en sociedades homogéneas que en sociedades divididas por clivajes sociales, étnicos o religiosos. Pero como explica Arend Lijphart hace casi medio siglo, también es posible construir órdenes democráticos en sociedades fragmentadas (v.g. Suiza, Bélgica, Países Bajos). Pero esto requiere el desarrollo de un conocimiento de fondo sofisticado, capaz de generar prácticas e instituciones funcionales al contexto. A este tipo de democracias, Lijphart las llamó, primero, democracias consociativas y, más tarde, democracias de consenso.
Hace 150 años, la sociedad uruguaya era demográficamente pequeña y homogénea. Pero estaba profundamente dividida por razones políticas. Había dos bandos en pugna: de un lado, los colorados; del otro, los blancos. Tan profunda era la división que se llegó a hablar de ambas identidades como patrias subjetivas dentro de la patria objetiva delimitada por las fronteras. Entre los colorados, en el poder desde 1865, y los blancos, en la oposición, hubo décadas de guerras civiles. Fue tan intensa la confrontación, tanta sangre se derramó, que un escritor de le época se refirió a Uruguay como la tierra purpúrea. Poco a poco, aprendieron a pactar, a reconocerse mutuamente y a distribuir espacios de poder. El proceso de democratización es consecuencia de este aprendizaje. La sangre derramada entre la Guerra Grande (1839-1851) y la Paz de Aceguá (1904), que puso fin a la última guerra civil, no explica el exitoso proceso de instauración de la democracia. Fue el telón de fondo, el enigma, el problema a resolver.
Respetar las minorías
La solución fue reflexiva, cognitiva, un cambio en el conocimiento de fondo. La comunidad de práctica democrática en Uruguay, elaboró, asimiló e institucionalizó nuevas ideas. La más importante de todas: que la democracia no es solamente el gobierno de la mayoría, sino un régimen que respeta a la minoría hasta el punto de permitirle, llegado el caso, convertirse en mayoría, y pasar a ejercer el poder.
Una vez que se comprende que la democracia depende, en última instancia, del conocimiento de fondo compartido por sus practicantes, queda más en evidencia que nunca el papel de intelectuales y expertos. Nuestro mundo, el de quienes trabajamos en la esfera del saber, puede contribuir con los procesos de evolución cognitiva de los órdenes democráticos o conspirar contra ellos. La democracia no depende solamente de nosotros. Pero también nos precisa.
1Doctor en Ciencia Política. Docente e investigador en el Instituto de Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de la República, Uruguay
*Este artículo fue publicado en dialogopolítico.org el 07 de agosto de 2023