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El Gobierno trató de sacar la mayor “punta” posible al tema del alzamiento de un grupo de militares que tomó la plaza Murillo. Lo hizo internamente, pero sobre todo fuera, aprovechando que precisamente en esos días se realizaba la Asamblea General de la OEA, el debut de Bolivia en el Mercosur y la visita del presidente Lula al país. Mejor escenario, imposible.
Los actos especiales relacionados con el alzamiento terminaron con una marcha encabezada por autoridades, engrosada por funcionarios públicos y organizaciones sociales afines, que ratificaron su respaldo a la ya muy debilitada gestión del presidente Luis Arce y aseguraron a gritos que “los golpistas” no pasarán.
Hasta la fecha, el número de detenidos por esos hechos crece. Ya son más de una veintena, pero nadie sabe en realidad qué fue realmente lo que los empujó a un movimiento absolutamente descabellado o si todos son efectivamente, culpables. Si fue solo el berrinche de un general, un episodio más de la pelea que libran por el control partidario arcistas y evistas o un autogolpe que se complicó en el camino entre órdenes y contraórdenes. Lo que sí está más que claro es que la famosa “derecha” o el no menos recurrido “imperio” no tuvieron nada que ver.
Como en la fábula de Pedro y el Lobo, en el país y también entre algunos vecinos, la gente cree cada vez menos en este tipo de versiones. De hecho, el porcentaje de los que considera que en 2019 fue fraude es mayor a los de quienes sostienen que fue golpe y, muy probablemente, con el paso de los días, la percepción para el caso actual será de mucho mayor escepticismo.
Y es que las denuncias de conspiración generalmente coinciden con momentos de extrema crisis o vulnerabilidad gubernamental. En esas condiciones, no hay crítica, sino complot y los temas de la coyuntura difícil pasan convenientemente a un segundo plano, por lo menos en la agenda oficial. Y eso la población lo sabe.
La cosa es desviar la pelota al córner, para utilizar una figura futbolera en tiempos de frustración de copas, y evitar que el juego se concentre, como hasta ahora, en el área chica de unos disminuidos indicadores económicos.
Es simple: se debe generar climas artificiales de opinión sobre hechos también artificiales y ofrecer un vocabulario nuevo de términos explosivos que reemplacen a los de rutina, aunque sea por unos días. Que la gente hable más de esto que de aquello y, de paso, que observe con algo de compasión a las supuestas víctimas de los “fantasmas”.
Así, el lenguaje se llena de palabras ruidosas: “golpe”, “asonada”, “alzamiento”, “heridos”, “autores intelectuales”, “presos”, que apagan el sonido de las que verdaderamente tienen relevancia: “crisis”, “inflación”, “escasez”, “dólares”, “desabastecimiento”, “devaluación”, “deuda”, etc.
El resultado esperado, a fin de cuentas, es que cuando la gente escuche la palabra “crisis” no necesariamente piense –aunque eso es inevitable– en que la plata cada vez le alcanza menos, sino que establezca –ese es el objetivo– una improbable asociación con “golpe” o “complot”, para que la responsabilidad sobre los verdaderos problemas quede así diluida. Los males de la economía no son necesariamente resultado de una mala gestión gubernamental, sino que tienen relación con otros actores, con “sabotajes” externos. Eso es lo que se quiere que la ciudadanía concluya.
Pero la realidad pesa siempre más que la ficción, los cuentos no pasan de ser cuentos y a Arce ya nadie le cree que esté en peligro, aunque ahora sí el Lobo ande cerca y tenga fauces de crisis.