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En pocos días más se cumplirá una centuria de la marcha sobre Roma, ocurrida a fines de octubre de 1922 y que significó la llegada al poder de la segunda mayor ideología totalitaria del siglo XX: el fascismo.
La primera fue el comunismo, que pocos años antes se había consolidado en Rusia a través del terror rojo y una cruenta guerra civil. Aunque contrapuestas, es notable que entre los líderes de ambas ideologías hubiera cierta sintonía inicial, etapa en la que Benito Mussolini definió a Vladimir Lenin como “el maestro inmortal de todos nosotros” (1914).
Mussolini había llegado a ser una de las figuras principales del Partido Socialista Italiano, aunque en su formación teórica pesó más el sindicalismo revolucionario de Georges Sorel que el instrumental marxista, que también utilizaba en menor medida.
Al iniciarse la Primera Guerra Mundial, ambos coincidieron en el objetivo (convertir la conflagración bélica en escenario para la revolución) pero siguieron caminos distintos para alcanzarlo. Para Lenin, se trataba de oponerse a la guerra, hasta que los soldados de origen proletario o campesino se amotinasen y facilitaran el golpe de Estado de izquierda.
Para Mussolini, en cambio, había que participar en el conflicto, hombro a hombro con aquellos mismos soldados de extracción popular, y al regresar del frente, armados y curtidos en la batalla, tomar el poder.
En ese proceso, la concepción ideológica mussoliniana fue amalgamando su socialismo inicial con el nacionalismo, redescubriendo el socialismo gremial o “guildismo”, hasta desembocar en el Estado corporativo: un colectivismo donde la clase había sido sustituida como sujeto revolucionario por la nación.
Aunque el fascismo luchó ferozmente con el comunismo por ser el primero en derrocar a la democracia burguesa, las dos fuerzas compartían claves psicológicas similares. En “Camino de servidumbre”, Friedrich Hayek describió la relación entre la versión empeorada y germánica del fascismo, el nacionalsocialismo, y el comunismo, señalando que “competían por el favor del mismo tipo de mentalidad y reservaban el uno para el otro el odio del herético. Pero su actuación demostró cuán estrechamente se emparentaban. Para ambos, el enemigo real, el hombre con quien nada tenían en común y a quien no había esperanza de convencer, era el liberal del viejo tipo. Mientras para el nazi el comunista, y para el comunista el nazi, y para ambos el socialista, eran reclutas en potencia, hechos de la buena madera aunque obedeciesen a falsos profetas, ambos sabían que no cabía compromiso entre ellos y quienes realmente creen en la libertad individual”.
En lo económico, el socialismo fascista impuso el dirigismo y el proteccionismo a ultranza (la autarquía) y, si bien no abolió la propiedad privada, la precarizó para todos los que no se cuadrasen ante el partido único. En sus últimos tiempos, en la República de Saló, Mussolini retomó la radicalidad de su plan inicial y decretó la “socialización” de las grandes empresas.
Posdata: en América Latina, su dictadura sindical fue imitada por Juan Domingo Perón, quien prácticamente copió su “Carta del Lavoro”. Otro de sus émulos fue Hugo Chávez, precisamente apodado por el escritor Carlos Fuentes como “el Mussolini tropical”.