Colombia: La andanada de Petro contra las instituciones apenas comienza
Daniel Raisbeck estima que a pesar del declive de Petro en las encuestas, incluso antes del escándalo reciente, Petro todavía podría lograr avanzar su agenda legislativa.
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Por Daniel Raisbeck1
Hace menos de un año, advertí del certero arrepentimiento que sentirían los pepobucos tras apoyar al chavista Gustavo Petro. Me refiero a aquel sector de votantes urbanos, relativamente prósperos y poseedores de múltiples títulos académicos que publicitaron su colosal ingenuidad política durante la campaña. “La intelectualidad” pensó que había votado por un socialdemócrata tipo nórdico. En realidad, facilitaron una toma del poder por parte de un marxista caribeño que, dado su pasado guerrillero y su adulación a Hugo Chávez, era también un autócrata en ciernes.
Por ello el caveat emptor (o, más bien, suffragator) que tantos les ofrecimos a los biempensantes por su propio beneficio. No obstante, ni siquiera yo pensé que el remordimiento del votante progresista avanzara tan rápidamente, ni de una forma tan extrema, como en efecto se demostró en las últimas semanas.
Una encuesta reciente sugiere que un ínfimo 26 % de la población aprueba la gestión de Petro, y ésta se publicó antes de que la Revista Semana desatara la madre de todos los escándalos. Lo menos explosivo de los audios de WhatsApp de Armando Benedetti, ex-embajador de Petro en Caracas, es que Alfonso Prada, ex-ministro de Interior de Petro, “se robó todo el ministerio con la mujer”, lo cual implicaría que el círculo íntimo de Petro es corrupto hasta los tuétanos. Prada procedió a demandar a Benedetti penalmente por calumnia.
Cínicamente dadas sus oscuras alianzas políticas, Petro les hizo creer a muchos que él sería un flagelo contra la corrupción. Sin embargo, elegir a Petro para tener un país menos corrupto resulta contradictorio en el mejor de los casos.
Ciertamente, el reducido número de simpatizantes de Petro dirá que las declaraciones de Benedetti contra Prada forman parte de la vendetta de un político contra un rival en el gabinete. Puede ser. Mucho más preocupante para el petrismo—para no decir devastador—es la afirmación algo casual de Benedetti—como si se tratara de un hecho plenamente conocido entre la “primera línea” del gobierno—de qué él consiguió COP $15 mil millones no declarados (unos USD $3.5 millones al tipo de cambio de hoy) para la campaña de Petro, en la que se desempeñó como la mano derecha y principal organizador político del entonces candidato.
La campaña del actual presidente no declaró ninguna donación de un monto remotamente cercano a los 15 mil millones de pesos. De hecho, la gran mayoría de sus fondos declarados provinieron de préstamos por parte del oligopolio bancario, el cual podía esperar una rápida recuperación de su capital dada la nefasta práctica colombiana de la “reposición de votos”, una transferencia monetaria del Estado a los candidatos por cada voto obtenido.
En muchos países, la revelación de un “insider” acerca del ingreso de millones de dólares sin declarar a la campaña del presidente de turno produciría el derrumbe del gobierno. Colombia, sin embargo, no es uno de ellos. Esto no se da por falta de presidentes irremediablemente corruptos. Como escribí recientemente en The Wall Street Journal, el caso ha sido más bien el opuesto. Desde los 1950, sin embargo, la élite política colombiana ha lidiado con la corrupción presidencial al ejercer el lema, atribuido al periodista Hernando Santos (1922-1999), de que “los presidentes no se deben tumbar porque se le caen a uno encima”.
En el caso de Petro, tres congresistas forman la comisión de la Cámara de Representantes creada para investigar las declaraciones de Benedetti, y dos de ellos provienen del partido del presidente. Su investigación será una farsa. También será una lástima, porque la fuente del dinero es tan importante como su monto total. En una entrevista, Benedetti le dijo a Semana que quienes aportaron los fondos “no eran emprendedores”, con lo cual se refiere a la comunidad empresarial. Se especula acerca de posibles contribuciones de las narco-guerrillas marxistas y otros grupos criminales. También se sospecha del régimen—igualmente narco-criminal— de Nicolás Maduro. Según Anonymous, la organización de hackers, Maduro financió “parte de la campaña del actual presidente de Colombia”, pero aún no ha publicado evidencia que sustente su afirmación.
Ciertamente, el principal beneficiario de la elección de Petro en términos regionales ha sido Maduro. Para empezar, Colombia lo reconoció como jefe de Estado de Venezuela tras una interrupción de tres años y medio, y el mismo Petro procedió a reunirse cuatro veces con el sucesor de Chávez. El gobierno de Petro, el cual se opone a la exploración de hidrocarburos en Colombia pese a unas reservas menguantes, también ha propuesto que importará gas natural de Venezuela.
Mientras Petro libra su guerra política contra el indispensable sector petrolero—el crudo ha sido el principal producto de exportación legal de Colombia durante décadas—intentó convencer al Presidente Joe Biden de que le ponga fin a las sanciones contra el régimen de Maduro. Esto le abriría el mercado estadounidense de nuevo al petróleo venezolano (aunque el socialismo destruyó a la industria petrolera de ese país a tal grado que un resurgimiento en el corto o mediano plazo es muy poco probable). En todo caso, la política de Petro de dispararle a Colombia en el pie mientras se enriquece el país vecino carece de todo raciocinio. A menos, por supuesto, de que el mandatario colombiano esté sujeto de alguna manera al tiranuelo de Miraflores.
Al lanzar su cruzada eco-fanática contra la industria de hidrocarburos, Petro busca destruir una de las pocas áreas funcionales de la economía colombiana. Lo mismo aplica a sus planes de centralizar el financiamiento—por medio del Estado—del sistema de salud y del de pensiones. Ambos son efectivos—aunque sin duda distan mucho de ser perfectos—gracias a la participación del sector privado y a cierto grado de autonomía para pacientes y ahorradores.
Los últimos—entre los que me incluyo—hemos contribuido durante años a cuentas individuales que administran fondos privados. El despilfarro de dichos ahorros, potenciados con el interés compuesto, es inevitable si Petro llega a confiscarlos. Lo cual lo tiene, por supuesto, sin cuidado. Como dijo una vez al lanzar una amenaza de contra un empresario: quitarle a alguien lo suyo no es expropiación, sino que “se llama paz amigos” (sic).
En cuanto a los sectores que ya son altamente problemáticos, bajo las políticas de Petro irán de mal en peor. Por ejemplo, su gobierno pretende que el marco laboral, de por sí excesivamente regulado y rígido, sea aún más inflexible y hostil hacia la empresa privada. Según un cálculo, la “reforma” laboral de Petro causaría unos 450 mil despidos de empleados formales. Y esto en un país donde la rampante informalidad ya es un problema muy serio (y una de las causas principales de los problemas financieros del sistema de salud).
Luego está la actual crisis de seguridad, un viejo problema que, hasta hace poco, parecía más que todo superado, pero que ha resurgido con vehemencia en el último año. Bajo Petro, los grupos armados han expandido su poder, y sus ataques contra la policía y las fuerzas armadas son constantes. El panorama se asemeja al del fin de la década de los 90, cuando Colombia estaba ad portas de convertirse en un Estado fallido bajo el asedio de las FARC, guerrilla que sigue alzada en armas pese al rimbombante acuerdo de “paz” del 2016.
Usualmente, un grave escándalo en el seno del gobierno desestabiliza la economía de un país. Bajo el actual gobierno de Colombia, sin embargo, el caso ha sido el opuesto. Desde que surgieron los audios de Benedetti, el peso se ha fortalecido frente al dólar, alcanzando su máximo nivel desde mediados del año pasado, cuando Petro estaba a punto de ganar las elecciones. Dos meses tras su posesión, el peso se hundió hasta registrar su mínimo valor histórico.
En medio de la actual tormenta política, los mercados anticipan el fracaso de la agenda legislativa de Petro en cuanto al sistema de salud, las pensiones y el marco laboral. Es decir, se especula que las instituciones colombianas ya sobrevivieron la andanada estatista de Petro. Según esta lógica, entre más débil sea el gobierno, menor es su capacidad de atraer el apoyo de los partidos no-izquierdistas, apoyo que necesita Petro para conseguir mayorías en el Congreso.
Temo, sin embargo, que los mercados estén ensillando las bestias antes de tiempo. El Congreso colombiano es mínimamente ideológico y altamente transaccional. Aún hay buenas posibilidades de que, proyecto de ley por proyecto de ley, congresista por congresista, el gobierno logre “negociar” suficientes votos para aprobar sus “reformas”.
Véase no más el caso de las senadoras Ana Paola Agudelo y Lorena Ríos (de los partidos MIRA y Colombia Justa Libres respectivamente, ambos no-petristas y asociados a comunidades religiosas). Ambas brindaron votos cruciales para la aprobación del informe de ponencia de la reforma pensional en la Comisión séptima del Senado. Según reportes, su voto coincidió con una serie de contratos y convenios entre el Estado y sus respectivas iglesias. Véase también el caso de Gilberto Rondón, exdirector del Fondo Nacional del Ahorro, quien admitió en una entrevista que les ofreció puestos en la entidad o, en su jerga, “participación burocrática legal”, a varios congresistas del Partido Liberal—que de liberal no tiene nada— a cambio de apoyo legislativo.
Lo sorprendente de lo anterior no es que suceda, sino que, a estas alturas, tantos analistas no hayan caído en cuenta de que el Congreso colombiano siempre es gobiernista.
Puede ser, de hecho, que únicamente las cortes tengan la capacidad de frenar la destructora agenda legislativa de Petro. El problema es que él no tiene en mente respetar contrapeso al poder presidencial alguno.
La semana pasada, Petro sacó a relucir la tesis de que, al ser electo, él representa la voluntad de “el pueblo”, lo cual significaría que cualquier oposición a su agenda- inclusive por parte de los medios de comunicación- es ilegítima y forma parte de un “golpe blando” en su contra. Es decir, la andanada de Petro contra las instituciones apenas comienza.
Aún no he mencionado los elementos más macabros de este último episodio de la “petropolítica”, empezando por las intercepciones telefónicas ilegales a una humilde niñera de Benedetti y de Laura Sarabia, ex-secretaria privada de Petro, tras la desaparición de un maletín de esta última que contenía una suma no especificada de dólares en efectivo. Luego vino la extraña muerte—un suicidio según Petro y su ministro de Defensa— del Coronel Oscar Dávila, quien tenía información acerca de las intercepciones telefónicas ilegales. El coronel apareció con por lo menos un tiro en la sien horas después de decirle a una periodista que, si hablaba al respecto, lo “acababan”. Y qué decir de las revelaciones de la exesposa de Nicolás Petro, hijo del presidente, acerca de su supuesta recepción de dinero por parte de narcotraficantes para la campaña presidencial de su padre.
En mi opinión, lo más lamentable de la situación actual es que, hace un año, Colombia sí requería reformas radicales. Específicamente, una economía de bajo crecimiento necesitaba fuertes dosis de disciplina fiscal, recortes del gasto público, disminución de la deuda, reducciones de impuestos, una moneda fuerte (idealmente con dolarización parcial o plena), flexibilización del mercado laboral, apertura financiera, privatización del subsuelo, libertad educativa, y el fin de las barreras no arancelarias. Al elegir a Petro, sin embargo, los votantes optaron por hacer todo lo contrario en cada uno de estos campos. Como se advirtió, una mayoría ya se arrepiente.
1es un analista de políticas públicas para América Latina en el Centro para la Libertad y la Prosperidad Global del Instituto Cato.
*Este artículo fue publicado en ElCato.org el 13 de junio de 2023