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De mucho tiempo los ciudadanos experimentamos la sensación de que el país ha ingresado en una espiral de conflictos que razonablemente no tendrían que tensionar de forma tan extrema el espectro político nacional. Se arguye que la cuestión del censo es el epicentro del conflicto a la que se suma la crisis interna del MAS, y la imposibilidad de articular una oposición capaz de mediar adecuadamente el conflicto en busca de una solución pacífica. En el decurso de los acontecimientos emergen aspiraciones regionales, liderazgos en construcción, crisis de institucionalidad democrática y la permanente amenaza de un desequilibrio económico. Sería sin embargo ingenuo pensar que la fecha del censo y sus implicaciones constituyen un elemento tan poderoso como para poner el país en vilo, tanto como sería ingenuo pensar que la crisis interna del MAS se proyecta de forma tan conflictiva en toda la sociedad nacional, peor aún pensar que la oposición cómodamente asentada en una posición de espectador afectaría la actual situación explosiva del país, en realidad de lo que se trata es que experimentamos una crisis de dimensiones mucho más profundas.
El origen de esta crisis de estado hay que localizarla el 2016 y la revocatoria ciudadana. En ese momento quedó instalada la certeza de que el conjunto de la sociedad nacional había decidido cambiar de “modelo” y restituir los parámetros de una democracia liberal lejos de los espejismos de un socialismo fracasado, y, sobre todo, de una racialización progresiva de la política designada coloquialmente como una posición “pachamamista”. El 21F marca el quiebre de un ciclo estatal que se había iniciado en 1952 basado en las pulsiones y fuerzas que emergían de los sectores más empobrecidos y marginados de la sociedad boliviana, (campesinos, migrantes, clases medias empobrecidas, informales, etc.) y la emergencia de un nuevo sujeto histórico nacido “de las entrañas” del proceso de cambio: la ciudadanía activa que alcanzaría su máximo nivel de desarrollo político el 2019 cuando logró pacíficamente el alejamiento del caudillo.
No se trata en consecuencia de una situación definida por factores coyunturales (como la fecha del censo) se trata de un momento en que la sociedad boliviana no encuentra un derrotero que constituya una solución de continuidad después del cierre de un proceso iniciado a mediados del siglo pasado, cuando la Revolución Nacional instaló la modernidad capitalista en aquella nación oligárquica semifeudal.
Lo mismo expresa la crisis interna del MAS. En ella más allá de sus protagonistas son las visiones de país que representan. Morales la obsoleta lectura de una nación construida sobre los escombros del socialismo fracasado, Choquehuanca el “pachamamismo” mítico que la historia rebasó hace mucho, y Arce una visión intermedia, ecléctica pero fuertemente ligada a un liberalismo popular, las tres tienen en común considerar que “las bases populares” le transfieren poder y legitimidad, cuando en realidad el propio desarrollo de las fuerzas productivas de tipo capitalista hace al menos dos décadas que impusieron un nuevo actor del que emergen todas las posibilidades de desarrollo del país; los ciudadanos.
En gran medida las tensiones que sacuden el país se nos presentan confusas porque son la expresión de los remanentes de una época en que todos comprendían o intuían que la nación se movía en el escenario de la modernidad capitalista con todas sus desventajas y ventajas. Hoy las consecuencias de 16 años de aparentar un modelo societal de corte indigenista que nunca logró cuajar en la ciudadanía, han aflorado en busca de un sustituto que le dé al ciudadano la posibilidad de sentirse representado en el Estado, es en el fondo la expresión de una crisis de representatividad, representatividad que el MAS secuestró bajo la etiqueta de una nación indígena hegemónica que terminó más racista y excluyente que los modelos estatales que lo precedieron.
Vivimos sin duda a un momento en que las visiones que cobijaba el MAS han colisionado con la conciencia democrática ciudadana fuertemente encriptada en la visión del capitalismo maduro y de la modernidad triunfante en el mundo occidental. No es solo la urgencia de actualizar las cifras que da un censo, de depurar la mañosa ingeniería del fraude agazapada en el Tribunal Electoral o de restituir la imagen del caudillo frente a sus naturales oponentes, es en realidad una compulsa de visiones de país, de modelos de desarrollo y, sobre todo, de la restitución de un horizonte democrático en que los sujetos de primera línea son los ciudadanos de a pie más allá de cualquier otra característica.