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Siendo dos entidades diferentes, la vida y la muerte, son inseparables. La muerte, un episodio tan natural pues ya se sabe que nacemos, crecemos, nos reproducimos y finalmente morimos, siempre fue parte de nuestras vivencias, charlas y conversaciones como realidad concreta, como el desenlace final del principio. Sin embargo, cuando acontece con alguien tan cercano, impacta, porque es demasiado íntima, también vital pues vuelve a determinar la vida que queda, como determinó la que decidimos vivir juntos, desde que sentimos la atracción juvenil en una Yacuiba recién llovida, húmeda, calurosa, fraguada luego en las cartas desde Sucre a Buenos Aires y viceversa. Mario, charagüeño, yo nacida en Santa Cruz de la Sierra, ambos cruceños, anduvimos desde jóvenes en la diversidad geográfica y regional de este país y de otros.
Casados 63 años y 67, desde aquel juvenil encuentro, fuimos construyendo el aprendizaje de vivir la vida que elegimos vivir juntos, ya entre Madrid y Pamplona, mientras leíamos a ‘Don’ Miguel de Unamuno, el Don por el respeto que nos inspiraba en la España franquista, y disfrutábamos a Antonio Machado, tan “ligero de equipaje”, o con “Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla”, como buen ejemplo de concordancia ‘ad sensum’ entre su infancia singular y sus recuerdos plurales. Concluimos esa etapa, sin pensarlo dos veces, en aquel Berlín Occidental único, donde había decidido él hacer su especialidad médica, separado por un muro del otro Berlín, el comunista, que decía asegurar el paraíso en la tierra.
En esa época, hoy también para los socialistas del siglo XXI, populistas autócratas como el ex Morales y Arce Catacora, ‘el modelo’ venía desde Moscú. Y, sin embargo, qué hipocresía, pues ya desde entonces nos esforzábamos para comprar en la tienda por departamentos, Kaufhaus des Westen, (KDW), erigida como ejemplo de la sociedad libre capitalista, a escasos metros del otro Berlín, artículos que allí escaseaban, como café en grano o medias nylon, para llevarles a nuestras amistades que estudiaban allí, becadas por los Partidos Comunistas de sus países. La impostura continua hoy, como apoyar a la Rusia de Putin que invade impunemente Ucrania, mata a inocentes, asesina a adversarios o de su mismo talante criminal, como al jefe de los mercenarios del grupo Wagner. Los impostores populistas bolivianos matan menos, pero recurren a la politización de la justicia o la judicialización de la política: abren procesos a diestra y siniestra y manda a la cárcel a quien se interponga en su camino a la dominación total.
Más allá de las idas y venidas de nuestra larga relación, a tracas y barrancas como casi todas, lo que nos mantuvo unidos fue la compañía y el compañerismo de querer envejecer juntos, él 86 y yo 81. También, las vivencias de aquellos años europeos tan determinantes en nuestros seres sociales y profesionales, él trayendo niñas y niños al mundo y salvando vidas, y el compromiso de luchar por uno más justo, más igualitario, menos hostil. Un mundo que no ensañaba sus inequidades en nosotros, que no estábamos ni éramos oprimidos y degradaos, pero no soportábamos “que otros lo estuvieran”, como bien definió Hannah Arendt en sus reflexiones sobre sobre política y revolución.
Eran los años ‘60, con las motivaciones morales que acompañaron siempre el “principio de la esperanza”, al que aludía Ernst Bloch y toda la exaltación de la utopía. No nos detuvimos a pensar en sus costes, y asumimos que era necesario el sacrificio de generaciones, el rechazo a la racionalidad política, y la conversión de esa utopía en un omnipresente, centralista y concentrador instrumento de poder, con su culto a la persona,
la deificación religiosa del líder, con derecho de abolir toda crítica, la libertad de expresión y la vida misma. Tuvimos sospechas con la invasión a Checoslovaquia, primero y luego con aquellos carteles que inundaban La Habana “Los hombres mueren, el partido es inmortal” en contra de la dialéctica que estudiábamos con ahínco.
La muerte podía provenir de ‘los tiras’ en los países donde se libraban las guerras de liberación, que se extendían en aquella retaguardia que era Europa, y que trasladábamos de Berlín a Praga, a Bruselas, a París, La Habana y Bolivia, tratando de no dejar huellas, a veces sin éxito. Tuvimos muchos duelos, siempre compartidos, de ahí la pena y el dolor menos crueles. Su ausencia me impele a vivir este duelo sola, sin terminar de asumirlo, porque vive en el hilo conductor que nos impulsó a vivir juntos. Están sus hijos, lo que más quiso en la vida, los nuestros y los suyos, y lo recordaremos, celebraremos y extrañaremos su vida, que determinó las nuestras, así como nosotros determinamos la suya.
Con el paso del tiempo nos dimos cuenta, después de haber vivido múltiples derrotas personales, colectivas, enfermedades y muertes desgarradoras, que teníamos que buscar una nueva síntesis, producto de la contradicción, o la dialéctica, que suele explicar todo, hasta las más desesperadas acciones humanas. Sí, con nuevas miradas que enfilaban nuestro rumbo inequívocamente democrático y plural, cristalizado en la lucha boliviana por la democracia de los años ‘70 y ‘80.
Hoy quizás más que antes, porque tuvimos el privilegio de sentir y palpar la lucidez de alguna sabiduría, alimentada por la experiencia. Estoy aprendiendo a vivir su muerte, mientras vivo y sigo siendo. Vivo un duelo acompañado y acompañada de la íntima pulsión de vida, como Eros frente a Tánatos.