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Una paradoja reveladora, una de esas que iluminan las debilidades nacionales, es que la política exterior, olvidada en los debates electorales, se haya convertido de pronto en el único instrumento disponible para intentar sacar al país de la ruina económica. Lo que los candidatos ignoraron en campaña, – la necesidad de una estrategia internacional coherente, capaz de atraer inversión, reconstruir credibilidad, erradicar la pobreza y reposicionar al país en el mundo -, emerge hoy como la única salida pragmática para evitar el colapso.
La política exterior, un espejo de la imagen internacional de un Estado, refleja hoy el vaciamiento institucional de dos décadas de hegemonía populista. Para recuperar su funcionalidad, el país necesita reconstruir un servicio diplomático especializado, desideologizado y competente, que ejecute una diplomacia moderna y centrada en los intereses permanentes del Estado, no en la militancia política ni en los resentimientos del pasado.
La recuperación económica y la restauración institucional dependerán, en gran medida, de la capacidad de recomponer relaciones con Occidente, restablecer la confianza internacional y promover una apertura inteligente que devuelva al país su lugar en el sistema regional y global. La diplomacia no es un adorno ceremonial; es uno de los instrumentos que sienta las bases de la arquitectura invisible del desarrollo.
Unamuno temía que la expansión de la democracia sin educación desembocara en una dictadura de los ignorantes. Es esa, precisamente, la desdicha que Bolivia ha vivido desde el año 2006: un gobierno conformado por los menos calificados, donde la militancia sustituyó al mérito y el discurso antiimperialista se convirtió en coartada para justificar la mediocridad. Durante veinte años de hegemonía del MAS, la Academia Diplomática —que formó generaciones de funcionarios profesionales, fue desmantelada. La Carrera Diplomática, que garantizaba continuidad y calidad institucional, fue arrasada en nombre de un “Estado Plurinacional” que confundió inclusión con destrucción. La meritocracia se volvió sospechosa; el conocimiento, un pecado burgués.
El símbolo más grotesco de esa deriva fue el ex Canciller de Luis Arce, Rogelio Mayta: un dirigente alteño cuya mayor credencial era haber participado como rostro indígena decorativo en un proceso judicial civil en Estados Unidos contra un expresidente boliviano, en el que el verdadero abogado promotor, y beneficiario de los honorarios, era, curiosamente, un abogado estadounidense. Mayta, convencido de que la “diplomacia de los pueblos” debía comenzar por la purga y el cuoteo político, echó a todos los funcionarios de carrera, bajo la falsedad de que la Carrera Diplomática “no existía” en el nuevo Estado Plurinacional, desconoció el Escalafón Diplomático de 2004, actualizado el año 2020, lo cual le valió a la ex Canciller Longaric, y a otros funcionarios de carrera, un juicio penal sin debido proceso, iniciado por Mayta. Fue un acto de barbarie burocrática que privó al país de su capital humano más valioso: el conocimiento acumulado de sus diplomáticos profesionales.
La improvisación y la sumisión de Bolivia a intereses ideológicos ajenos, redujeron la política internacional a la subordinación a los intereses de Cuba, Venezuela, Iran y Rusia en los foros internacionales. Concentraron sus recursos en organizaciones ideológicas irrelevantes como UNASUR, ALBA, CELAC, que nada tenían que ver con los Intereses del Estado. Descuidaron la Comunidad Andina, perdieron influencia en OEA y relevancia en Naciones Unidas. La hoja de Coca y la protección al narcotráfico permearon las acciones diplomáticas y empobrecieron nuestra fachada en el exterior. La política exterior se convirtió en una prolongación del discurso interno, y los supuestos diplomáticos en propagandistas. El resultado fue previsible: aislamiento, desconfianza, derrotas en La Haya y pérdida de prestigio internacional.
Hoy, cuando la economía se encuentra aniquilada, la política exterior vuelve a escena, no por virtud, sino por necesidad. La realidad, como suele ocurrir, se impone a la retórica. La reconstrucción del aparato diplomático no es un capricho tecnocrático: es una condición de supervivencia. Ningún inversionista serio arriesgará capital en un país cuyo gobierno confunde diplomacia con activismo. Ninguna institución financiera apostará por un Estado que reniega de los compromisos que firma; ningún aliado estratégico respaldará a un socio que cambia de orientación política con cada giro del viento.
La tarea será ardua: recuperar la carrera diplomática y a los funcionarios que se graduaron de ella y cuya formación fue financiada por el propio Estado, así como recuperar la noción misma de servicio público y la importancia de los centros de formación como la Academia Diplomática.
Todo esto, también implicará destituir a figuras que simbolizan la captura partidaria del Estado, entre ellas el excanciller Mayta, cuya actuación en el Tribunal Andino de Justicia ilustra la confusión entre representación nacional y militancia. Junto a él, magistrados autoprorrogados, jueces, fiscales y asambleístas que ampararon estas irregularidades deberán responder ante tribunales independientes, por haber contribuido a la destrucción deliberada de la institucionalidad diplomática y por daño económico al Estado.
La ironía final es que, tras años de prédicas antiimperialistas y desconfianza hacia el “mundo occidental”, Bolivia se ve hoy obligada a buscar en la diplomacia internacional un eje de salvación de su economía. El país necesita desesperadamente restablecer puentes, atraer capital y convencer al mundo de que ahora es un interlocutor serio.
Si la política internacional del país logra convertirse en un espacio de racionalidad, Bolivia habrá encontrado una inesperada forma de redención: que la diplomacia, esa disciplina paciente y discreta, se convierta en el instrumento para reparar lo que la política doméstica destruyó. En un país donde la improvisación se convirtió en método de gobierno, volver a la diplomacia profesional será, paradójicamente, el gesto más revolucionario posible.



