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En Bolivia no se puede negar que estamos en modo electoral desde hace muchos años —no son pocos los que ubican desde 2005 mientras otros inician la cuenta en 2002; yo prefiero referirlo sostenidamente desde entre 1995 y 1997, años de fundación del MAS y de elección de Evo Morales Ayma como diputado por el MAS-IPSP, que se enroscó en pinzas antisistema con Felipe Quispe Huanca que (en esa época) lideraba el indianismo aymara antioccidental en el Altiplano— pero cuando llegue el Bicentenario y la elección presidencial en 2025 sin dudas serán dos décadas de enfrentamiento dicotómico MAS-oposiciones, y escribo oposiciones porque en esos años nunca ha existido una oposición —sin serlo, lo más cercano a una “unidad opositora” fue el Plan Progreso para 2005— sino muchas, diversas y, nada difícil de encontrar, antagónicas.
Dos columnas de opinión han tocado este tema en los últimos meses: “Candidatura única de oposición: otra pésima idea” del comunicador Ilya Fortún (Página Siete, 16/2/2023) y “Sobre la unidad de la oposición” del gobernador Luis Fernando Camacho Vaca (El Deber, 18/7/2023). Me abstraeré de los autores e iré a los contenidos, porque con ambos mensajes tengo concordancias y discrepancias.
Empezaré con Camacho Vaca. Coincido claramente que en 2016 la oposición mayoritaria de la población rechazó la reforma constitucional que hubiera permitido la cuarta repostulación oficialista y, ende por ello, la reelección indefinida (como los poderes políticos dominantes han habilitado en Nicaragua, Ecuador y Venezuela, pero también en Honduras y El Salvador): es importante precisar que fue la oposición de la mayoría de la sociedad boliviana, incluso con todas las observaciones a la no-fiabilidad del padrón la que logró el NO, y no fue un éxito de la oposición partidaria (aunque los partidos no filomasistas, en su mayoría también hicieron campaña por el NO): ésa ha sido la única consigna que ha logrado ese consenso. Coincido también que fueron las oposiciones —no una oposición, sino varias y con criterios no siempre confluyentes— las que frenaron la inclusión del modelo autoritario en la redacción de la Asamblea Constituyente, modelo que —por la puerta trasera y con la complicidad de “chupatetillas” en símil evístico— en gran medida fue implementándose después.
De la misma forma, coincido plenamente en que «ahora toca a las fuerzas democráticas la tarea de la unidad para conducir el país» y que los valores que deben animar esa conducción unitaria son «el respeto a la democracia, el Estado de derecho, la separación de poderes, al pluralismo económico, la iniciativa privada como creadora de riqueza y las libertades ciudadanas» pero no lo encuentro en la dispersión actual en las fuerzas opositoras —no las menciono partidarias porque no existen partidos constituidos—: ni las dos organizaciones opositoras mayoritarias (CREEMOS y COMUNIDAD CIUDADANA) han podido entenderse constructivamente en forma sostenida dentro o fuera de la Asamblea Legislativa Plurinacional (de por sí ni dentro ellas, como sucede dentro de las facciones de en CREEMOS y en el reciente resucitado y vergonzoso rifirrafe público entre el gobernador y su vice lo reafirma, o dentro de CC como afloró con Salame et alii), quedando rezagadas en propuestas e, incluso, logros respecto de las bancadas de oposiciones de la anterior Legislatura —con menos asambleístas.
Con Fortún concuerdo en que es errada la idea de que «la única manera de ganarle al MAS es a través de una candidatura única que aglutine a todos contra el MAS» porque sin otros criterios «es una pésima idea» —Fortún la llama «archi-súper-ultra-megacoalición»; yo me suscribo más a «juntucha»— por la misma razón que arguye el autor: distintas y asaz incompatibles —y ni él ni yo nos referimos a “partidos” porque, repito, no hay— cuya «única coincidencia sería oponerse al MAS»; además concordaría (aunque Fortún lo esboza como crítica del pensamiento de los que él agrupa en «el establishment y en las clases medias altas», un símil con “la casta” que atacan PODEMOS y Milei, en las antípodas ideológicas pero, por ello, con confluencias) que existen tres fuerzas en Bolivia (no me atrevería a decir «equilibradas» en tercios): los prooficialistas, los indiferentes/indeterminados (en acrónimo: I&I) y los opositores y que los I&I se moverían a uno u otro lado: la elección de 2020, luego de la crisis de la pandemia y del fracaso de la Transición —el análisis de las causas no es mi objetivo ahora—, es un buen ejemplo de cómo esa “alícuota” I&I, sin ser masista o filomasista, le dio los votos al masismo “light o distinto” (aparentemente) con Arce Catacora: no votaron por el MAS ni por él porque definidamente votaron por salir del bache (política-pandemia-economía) de un annus horribilis. (Esa misma fuerza de II indiferentes/indeterminados fue la que, sumada, en 2016 venció el prorroguismo y que en 2019, al no votar por el oficialismo le “obligó” apostar definidamente por el fraude ante la constatación del fracaso) y, luego de denunciado el fraude, se plantó 21 días de protesta ciudadana: Fuerza imprescindible de sumar en la ecuación de 2025). También, como Fortún, resumo que creo que los paradigmas dicotómicos antagónicos izquierda–derecha y bueno–malo no responden a los intereses de una gran parte de la sociedad porque, reafirmo yo, los I&I —para mí mayoritarios— se mueven por expectativas y las califican en su cumplimiento o no y que la sociedad (no sólo los I&I) «detestan a los políticos (sean del MAS o no), y detestan aún más a los políticos del pasado» —yo sí incluyo ahí a De Mesa, aunque él, como Camacho Vaca más, tenga aún una función importante que aportar a la creación de “una” oposición.
Lo que Camacho Vaca y Fortún obvian es que una elección —como una revolución, aun no violenta— se gana no sólo con barricadas —la Comuna de París fue fehaciente ejemplo— ni aun con discursos de líderes carismáticos (que aportan, y mucho, obviamente): se necesita construir organizaciones políticas (reitero que política la convertimos en malhadada palabra porque olvidamos que es el ejercicio de estar en comunidad) que crezcan estructuradas vertical y horizontalmente, construir liderazgos (sin mesianismos) en los diferentes niveles de penetración, elaborar programas a mediano plazo construidos sobre las expectativas y necesidades (carencias reconocidas) del electorado, tener un Discurso (no sólo discursos) construido sobre esas expectativas para, con él, captar adherencias y fidelizarlas. Y, sobre todo, olvidar el “ellos” y “nosotros”, sin victimismos ni superioridades.
El 2025 está a la vuelta de la esquina. Se le atribuye a Confucio una metáfora que vale mucho para entendernos: «un camino de diez mil lǐ [5.000 kilómetros nuestros] se inicia con un paso».