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Mientras Bolivia busca cómo salir del pésimo sistema judicial basado en la elección popular de magistrados (donde la nueva votación de diciembre será apenas un mal menor frente a la autoprórroga indefinida de jueces), México se sumerge de cabeza en esa metodología fallida.
Meses atrás, uno de los artífices del populismo judicial, el ex vicepresidente Álvaro García Linera, se había reunido en México con la ahora mandataria electa de ese país, Claudia Sheinbaum, a quien recordó conocer desde los “turbulentos y combativos tiempos de las asambleas estudiantiles” en la UNAM.
¿Está García Linera detrás de la reforma mexicana? No sería nada raro, teniendo en cuenta que también lo estuvo detrás del intento, felizmente trunco, de imponer el plurinacionalismo en Chile. Son las exportaciones intangibles, de las tecnologías institucionales para el hegemonismo unipartidista sobre todos los poderes.
De la reforma impuesta por Andrés Manuel López Obrador (AMLO), ha dicho el historiador y ensayista Enrique Krauze (una de las mentes liberales más lúcidas de su país, continuador de la veta crítica de Octavio Paz), que significa “el fin de la república y el comienzo de un despotismo”, ya que este mecanismo acabaría de poner a la justicia, único poder aún no dominado por el oficialismo (que ya tiene en sus manos el Ejecutivo y el Legislativo) bajo control del hiper-presidencialismo.
En el fondo, la concepción de la izquierda autoritaria latinoamericana reformateada en el siglo XXI es la de un solo poder, el “poder popular” del que se habla en la Constitución chavista; de ahí que el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial (más otros agregados) sean simplemente “órganos”. Algún eco habrá, quizás, de la vieja noción del poder único que emanaba de los soviets.
En todo caso, es la misma concepción subyacente en el ordenamiento del Estado Plurinacional desde el 2009, por lo que los problemas respecto a la independencia de poderes no son accidentales, sino esenciales para un dogmatismo revolucionario.
Algo muy distinto, claro, de la idea de división y equilibrio de poderes del barón de Montesquieu, ese balance y vigilancia mutua necesarios para limitar el gobierno y asegurar la libertad de los ciudadanos.
Todo parece indicar que el discurso linerista de la “democracia plebeya”, esgrimido por el último jacobino, volverá a ser funcional para la instalación de una autocracia, con el pretexto de acabar con un supuesto elitismo en la judicatura. Un camino por el que se va fácil, pero del cual es difícil regresar.