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Aunque el título pueda confundir, no voy a referirme aquí al fallido mamertazo escenificado con el objetivo de postergar las elecciones judiciales, prorrogar a magistrados espurios y sabotear el proceso electoral de 2025. En apenas dos días ha corrido bastante tinta y abundancia de ingeniosos memes alusivos al golpe teatral, de manera que el tema ya está saturado.
Quiero referirme a otro golpe que me afecta hondamente y me lleva a recordar los versos tan sentidos de César Vallejo: “Hay golpes en la vida, tan fuertes…¡Yo no sé!” El que recibí es el fallecimiento de mi amigo Edgar Arandia el mismo día miércoles 26 de junio en que se produjo el burdo sainete de títeres.
Edgar tenía la misma edad que yo, con apenas unas cuantas lunas de diferencia. Fuimos amigos y colegas desde la década de 1970, es decir más de medio siglo. Formamos parte de un grupo de artistas y escritores entre ellos René Bascopé, Jaime Nisttahuz, Manuel Vargas, Ramón Rocha Monroy, Félix Salazar, el propio Edgar y yo, y solíamos realizar actividades culturales a puro pulmón. Inventamos las ferias de autores en El Prado de La Paz, donde la condición era que cada escritor se presentara con sus propios libros. Eso degeneró más adelante cuando ingresaron los libreros e incluso vendedores de libros pirateados.
En la imprenta de la Universidad Mayor de San Andrés, con el apoyo de nuestro querido Pepe Ballón, publicamos un libro colectivo de cuentos: 6 nuevos narradores bolivianos (1979). Para publicar nuestros libros individuales creamos un humilde sello editorial “Palabra Encendida”, con el que llegamos a publicar seis o siete títulos, entre ellos dos de Nisttahuz: El murmullo de las ropas (1980) y Palabras con agujeros (1983), y tres míos: Antología del asco (1979), Razones técnicas (1980) y Sobras completas (1984). Mi primer poemario, Antología del asco, lleva en la tapa un dibujo de Edgar: un rinoceronte encorbatado que era parte de su exposición “Zoociedad” (Galería Emusa), en la que retrató a la burocracia, a los militares, etc. Varios libros de nuestro grupo, sobre todo los de Manuel Vargas, llevan en la tapa o en páginas interiores dibujos de Edgar Arandia, pero curiosamente en dos de los poemarios que publicó años más tarde: Chuquiagu Blues (1994) y El paisaje en los ojos de la iguana (1999), no incluyó dibujos suyos en la portada, aunque sí en páginas interiores del primer título, una edición artesanal de autor (Ediciones del CaraXo).
A fines de la década de 1979 solíamos hacer presentaciones de libros y exposiciones en un pequeño local en la calle Bueno, que denominamos “Puerta Abierta” (alquilado por Edgar y Silvia Peñaloza). Ahí presenté el poemario Razones técnicas. Posteriormente Manuel, Jaime y René crearon la revista Trasluz, en la que aparecían con frecuencia los dibujos de Edgar. Antes incluso, publicábamos nuestros poemas y cuentos en la revista Difusión que dirigía Pedro Shimose con el apoyo de Jorge Catalano, gran amigo editor y librero, nuestro mentor en aquel momento inicial de actividad literaria.
El año 1979 aparece varias veces en este relato, porque fue central en nuestras vidas por varios motivos. Uno de ellos explica el título de este texto: Edgar Arandia fue una de las víctimas en el golpe militar del coronel Alberto Natusch Busch, el 1 de noviembre de 1979, cuando una ráfaga del regimiento Tarapacá lo alcanzó en las inmediaciones de la plaza Pérez Velasco, cuando Edgar participaba en la resistencia a los golpistas. Temíamos por su vida, ya que fue llevado a la clínica de la Policía cerca de la plaza España, por lo que decidimos ingresar con mi cámara escondida, para tomar unas fotos de Edgar y ofrecer la prueba de que estaba vivo. Esas dos fotos, en las que aparezco con él malherido en la cama, agarrando su mano, se publicaron al día siguiente en el vespertino Última Hora y en el semanario Aquí. Por suerte, luego de extraerle un pedazo de intestino salvaron su vida y se recuperó. O quizás no del todo.
En febrero de 1990 incluí un retrato suyo en mi exposición “Retrato hablado”, entre 50 retratos de artistas, escritores, cineastas y otros personajes de Bolivia y de otros países. La fotografía lo muestra como era, trabajador incansable, con su overol manchado de pintura, rodeado de dibujos, objetos diversos y libros apilados unos sobre otros, antes de que dejara definitivamente la pequeña habitación en la que había vivido humildemente y trabajado caóticamente durante más de doce años.
Su sentido del humor era, por decir lo menos, ácido. Lo expresaba siempre con una media sonrisa sardónica y su voz inconfundible. También era agradable leerlo (no siempre), en mensajes como el que me envió en mayo del 2009: “Moro: Borraré tu nota porque si se entera mi camba me capa. Estuve leyendo una entrevista a Cabrera Infante y ratifica mi opinión sobre la falta de humor de la literatura boliviana. En los últimos años la producción literaria es enorme, sobre todo narrativa y poesía, amén de las ciencias sociales que son el boom de la literatura nacional. Ahora que estás en la Tierra aprovecha para munirte de literatura. Espero que los dibujos te gusten cada día un poco más. Te escribo esto porque sigo preguntándome sobre ese Felisómetro, si nuestra literatura es así ¿cómo es posible que ocupemos el tercer lugar en pasarla bomba. Yo, por mi parte, creo estar en primer lugar, me gusta mi trabajo, lo disfruto y no me saco la mostaza porque no me hace falta, todo lo que haces con alegría se contagia y no requieres putear a nadie para que todo funcione. Abrazos”.
Nos reuníamos alguna vez para tomar un café o nos veíamos en su tienda y galería de la calle Jaén. Conservo algunas fotos en su galería con el músico y maravilloso charanguista Ernesto Cavour, otro querido amigo que gozaba de excelente sentido del humor.
Nuestra relación fue cordial, pero como en toda amistad hubo un momento de quiebre, sobre todo cuando el MAS llegó al poder y Edgar se acercó a esa tienda política. Más allá de su simpatía por el gobierno masista, hizo una excelente gestión como director del Museo Nacional de Arte. Por ejemplo, concretó la donación de 58 dibujos y dos cuadros (“Diálogo del tiempo y la muerte” y “La diana cazadora”) de Arturo Borda, que habían sido adquiridos por mis amigos franceses Michel y Monette Servant, muy querendones de Bolivia. Fue precisamente en ese periodo cuando estuvo como funcionario y funcional, que algo cambió en su actitud, ya que pude notar cierta agresividad hacia los artículos que yo publicaba.
En cierta ocasión, a principios de abril de 2011, mencioné cuan penoso me parecía atravesar la ciudad caótica de El Alto para bajar hacia la ciudad de La Paz. Me escribió un correo donde me decía que yo no entendía la fealdad de El Alto: “Tal vez tu alejamiento de Bolivia, te ha creado un tamiz, lo físico que mencionas, no lo entiendes. La fealdad es un valor, no es un principio”, me decía entre otras cosas. Respondí con mis argumentos y él volvió a escribirme con los suyos. Así intercambiamos varios correos en un debate interesante y respetuoso, pero Edgar transgredió la privacidad de nuestros intercambios, cuando en su columna “A fuego lento” (La Razón, 8 de mayo de 2011) me atacó frontalmente citando nuestros correos personales y, peor aún, atribuyéndome entre comillas frases que yo nunca había escrito. Le escribí pidiéndole que por honestidad y ética rectifique aquello que me atribuía arbitrariamente, pero sólo obtuve una respuesta ambigua: “Moro: Me alegro mucho que hagas sentido el detonador. Me encantan las polémicas y utilizaré tus mismas armas para responderte. En este momento estoy alistando maletas y te contestaré como a mi ‘dilecto adversario político’ cuando regrese…”
Intercambiamos un par de correos más sobre el tema, pero no rectificó, por el contrario, me envió otro mensaje con descalificaciones personales que me pareció degradante responder. Eso quedó ahí. Yo nunca hice público el debate, y este no es el lugar para hacerlo, pero me sorprendió el resentimiento que expresaba, que nunca antes en cuatro décadas de amistad, había expresado. Por suerte ese roce y algún otro fueron episódicos y nuestra amistad se renovó después de un tiempo, cuando regresé a Bolivia y pudimos conversar cara a cara.
Hace exactamente un año, a fines de junio de 2023, conversamos en la Galería Municipal Cecilio Guzmán de Rojas, en la calle Colón de La Paz, donde presentó “Andromaquia”, una muestra de pintura sobre la relación entre el hombre andino y el toro. Una propuesta novedosa no sólo por lo que simboliza, sino también por el trabajo en una técnica experimental desarrollada por Edgar: brea y bíster sobre plancha de vinilo. En esa ocasión me dijo: “El papel no aguantaría ese castigo que le doy a cada obra con esos materiales tan resistentes. Lo he hecho porque coleccionistas de mi obra en Santa Cruz me han dicho que allá, debido a la humedad del ambiente, las obras sobre papel, ya sea dibujo o acuarela, no se conservan bien. Con este material extraordinario la duración puede ser de doscientos años”.
Creo que esa fue la última exposición que hizo de su pintura. Publiqué en Los Tiempos un reportaje con fotos, como lo había hecho otras veces en épocas anteriores para resaltar la importancia de su obra. Tuve el privilegio de contarlo entre los artistas plásticos amigos que colaboraron en uno de mis poemarios más queridos: Sentímetros (1995), donde contribuyó con cinco dibujos inspirados en los propios poemas que escogió. En mi casa tengo en un lugar prominente algunas obras suyas que compré cuando mi capacidad adquisitiva me lo permitía. Incluso llevé de regalo a mis hijos que viven en Europa algunos dibujos suyos. Gracias a esto Edgar estará presente en lo que me queda de vida cada vez que mi mirada recorra su obra.
“Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé! / Golpes como el odio de Dios…” Es una paradoja cruel que Edgar haya sobrevivido al sangriento golpe de Natusch Busch en 1979, y que haya fallecido justo el día de la pantomima de “golpe” en 2024. ¿Qué broma habría ingeniado su sarcasmo si hubiese estado todavía consciente el miércoles pasado?