Inteligencia, no brutalidad
Durante la campaña algunos políticos anunciaron que jugarían a todo o nada. Decían que era necesario se ajusten rápido las tarifas, se cancele a los ñoquis, se privaticen todas las empresas del Estado. Y ahora, con la lucha contra el narcotráfico, se olvida el trágico ejemplo de México, con sus 250 mil muertos por haber desplegado el ejército. El voluntarismo es contrario a la razón. En la sociedad del like y del mensajito de texto, no hay que redactar leyes, basta con gritar consignas en las redes.
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El 11 de diciembre del 2006, Felipe Calderón declaró la guerra al narcotráfico. El michoacano ocupaba la Silla del Águila, la presidencia mexicana, desde hacía apenas diez días cuando se produjo, en su estado natal, el ataque al bar Sol y Sombra. Una veintena de encapuchados acribilló el local, y dejó una bolsa con cinco cabezas humanas y un mensaje: “La familia no mata por paga, no mata mujeres e inocentes. Solo muere quien debe morir. Sépalo. Ésta es justicia divina”. Fue la carta de presentación de la Familia Michoacana. Siempre que Dios aparece militando con un grupo político, narco o justiciero, se pudre todo.
Calderón lanzó la guerra frontal contra el narcotráfico, designó a Genaro García Luna, secretario de Seguridad Pública, con amplios poderes de mando sobre las instituciones armadas del país. Sería el ejercito, institución que no estaba ni está nunca preparada para eso, el encargado de solucionar el problema del narcotráfico.
El combate contra las drogas más espectacular de la historia de México produjo cerca de 250 mil muertos, más de 60 mil desaparecidos y logró incrementar exponencialmente el delito. El zar de la lucha antidrogas fue detenido y condenado en Estados Unidos por colaborar con el Cártel de Sinaloa. Fue una masacre descomunal que fortaleció a los cárteles.
Conversé en esos días con un estadista mexicano que conoce el tema y su diagnóstico de lo que ocurriría fue claro: en la lucha contra el narcotráfico el 90% de los esfuerzos deben ponerse en la inteligencia, la fuerza bruta sirve de poco, si no se tiene la información adecuada.
Necesitamos que nuestros líderes políticos aprendan a negociar
La experiencia volvió a mi mente en estos días, viendo al gobierno argentino enfrentar a los narcotraficantes en Rosario, viendo a algunos políticos encandilados con el estilo del salvadoreño Nayib Bukele para solucionar esa crisis.
Bukele en El Salvador, Ortega en Nicaragua, y Maduro en Venezuela representan la nueva generación de presidentes de repúblicas bananeras, idealizados por los militantes de los extremos políticos de la sociedad superficial de la red. ¿Extremistas de qué orientación? De cualquier tipo, pero siempre extremistas. Incapaces de pensar, de leer, alejados de la inteligencia.
El Salvador es el país más pequeño del continente, pero al mismo tiempo, generó a la Mara Salvatrucha, la pandilla de delincuentes más grande del mundo, dedicada a la extorsión, la violación, contrabando de armas, secuestro, robo, sicariato y narcotráfico.
La mayoría de sus miembros son inmigrantes centroamericanos, salvadoreños, guatemaltecos y hondureños, que operan en Centroamérica, México, Estados Unidos, Canadá y Europa. Actualmente su presencia es mayor en Centroamérica por la deportación masiva de delincuentes centroamericanos desde Estados Unidos a sus países de origen. La brutalidad de la Mara es particular. Según su ritual, para ingresar a la organización, el aspirante debe matar a una persona inocente. Si sabemos que tiene aproximadamente 40 mil miembros, podemos imaginar la dimensión de la masacre que se ha producido solo por este hecho.
Hace algunos años conocí El Salvador. Se alternaban en el poder dos partidos, surgidos de los grupos que se enfrentaron en la etapa final de la Guerra Fría, la derechista Arena (Alianza Republicana Nacionalista) y el Frente Farabundo Martí para La Liberación Nacional. Los arenistas, liderados por el militar Roberto d’Aubuisson Arrieta, fueron acusados del asesinato del arzobispo de San Salvador, Óscar Arnulfo Romero, y gobernaron el país durante cuatro períodos entre 1989 y 2009. El FMLN pretendió deponer por las armas a los gobiernos de derecha para instaurar un gobierno inspirado en la Cuba revolucionaria o la Nicaragua Sandinista. Después ganó las elecciones de 2009 y del 2014, compartiendo el poder con Arena, su tradicional adversario.
Visité hace algunos años El Salvador. Todas la residencias, incluso las de los barrios más acomodados, tenían medidas de protección insólitas. Experimenté la sensación de inseguridad más intensa que había vivido en un país en esa época. Un tercio del Salvador estaba gobernado directamente por pandillas de delincuentes, no existía ninguna institucionalidad, lo único previsible era una salida irracional como la de Bukele.
No es la primera vez que la brutalidad pone orden en un país de la región. En la década de 1970 Cuba anunció que había logrado formar un hombre nuevo que no tenía las taras capitalistas, habían desaparecido la homosexualidad y el robo. Se supo después, que esos logros tenían que ver con que habían ejecutado o encerrado en campos de concentración a los homosexuales y con que promulgaron una legislación que permitía ejecutar a cualquier ladrón. Esta última disposición se puso también en vigencia en República Dominicana y en Haití, países en los que fue posible dejar un billete de cien dólares en la calle y volver a recuperarlo al día siguiente. Todos sabían que quien pretenda robarlo sería ejecutado y nadie quería correr con ese riesgo.
La brutalidad fue eficiente, pero duró poco. Pocos años después no se pudo mantener la represión y actualmente Haití es el país más inseguro del continente. Las transformaciones permanecen cuando se realizan convenciendo y cambiando los valores de la población, no cuando se imponen por la fuerza.
Vuelvo a la frase del estadista mexicano: para combatir al narcotráfico más que fuerza bruta se necesita inteligencia. La idea puede extenderse a otras transformaciones, que muchos creen necesarias para que se desarrolle Argentina. Durante la campaña electoral algunos políticos anunciaron que jugarían a todo o nada. Decían que era necesario que en la primera semana del nuevo gobierno se ajusten las tarifas de todos los servicios, se cancele a todos los ñoquis, se privaticen todas las empresas del Estado. Creían que si Mauricio Macri hubiese hecho esto, en la segunda semana de su gobierno habrían llovido las inversiones y Argentina se habría convertido en la primera economía del mundo. El voluntarismo es contrario a la razón.
El mesianismo y los sueños propios de la superficial sociedad de internet, hicieron que esto sonara verosímil. En la sociedad del like y del mensajito de texto, no hay que redactar leyes, basta con gritar consignas, con pocos caracteres, en las redes.
Era suficiente mandar un mega- mensaje de texto con seiscientos artículos que deroguen buena parte de la legislación vigente, que el Congreso lo apruebe en un plazo perentorio, para que le gente sienta que su vida se ha transformado porque el Estado llegó al déficit cero y para que los inversores del mundo ansíen instalarse en un país con una macroeconomía ordenada.
La hipótesis habría sido correcta si la realidad se expresara en cuadros de Excel, y no habitara en la intrincada red de sentimientos que mueve a los ciudadanos, más interesados en convidar a su hijo con un helado cuando pasean por el parque, que en saber si la deuda con el FMI dejó de figurar en las computadoras de los economistas.
Por el momento, en democracia, los que determinan la suerte de la política son los sentimiento positivos o negativos de la mayoría de los seres humanos que habitan en un país. El tiempo que corre para que la gente siga apoyando al gobierno de Milei tiene que ver con cómo la gente siente su cotidianidad, no con el equilibrio de las cifras en cuadros estadísticos. Los argentinos comunes mantendrán su respaldo al Gobierno cuando puedan darse un “gustito” con su familia, no cuando los organismos internacionales feliciten a Toto Caputo porque logró el déficit cero. La singularidad que anuncia Ray Kurzweil en su texto está cerca, pero no ha llegado. No somos todavía robots o cyborgs que funcionan con parámetros racionales. Muchos siguen votando a Trump, a Pedro Castillo y a otros semejantes.
Tal vez, los gastos en cultura, cine, libros son un síntoma de desorden y Buenos Aires estaría mejor si cerramos el Colón, los teatros de Corrientes, las librerías, los foros de discusión que se arman en los cafetines y nos dedicamos a orar para que se produzcan los milagros que predican los nuevos profetas. Así, llegaremos a una sociedad en la que todos seamos felices pagando tarifas reales, ganando salarios irreales, sin espacio para el placer y la creación. Seríamos felices en la entropía: un mundo unidireccional en la que todos piensen correctamente, obedezcan al caudillo de turno y puedan ser condenados y declarados ratas o traidores a la Patria cuando disienten.
Personalmente quisiera que todos los presidentes elegidos democráticamente como Milei, Petro o Boric tengan éxito, pero estoy seguro de que eso no será posible si continúan cercados por algoritmos que les crean burbujas artificiales de verdades artificiales. El mundo no es en blanco y negro. No hay verdades absolutas que se enfrentan, ni el DNU es la ley más importante de la historia de la humanidad.
Hay otros eventos más importantes a los que las élites conceden poca atención, como el desarrollo vertiginoso de la inteligencia artificial, de la computación cuántica, del conjunto de innovaciones de la Tercera Revolución Industrial. Nuestros trabajos, valores y sentido de la realidad van a cambiar en los próximos años, más de lo que pueda hacerlo una ley que transforme instituciones, que de todas formas se van a derrumbar.
Nuestras sociedades necesitan dialogar. En el mundo de la posverdad no hay espacio para los posprofetas. Como decía Luis A. Romero en un artículo reciente, los próceres deberían ser reemplazados por gente buena, con visión, que ayude a orientar a los demás en este momento de la historia.
Hace poco más de dos mil años surgieron por dioses o iluminados que decían cómo construir su futuro a grandes grupos de la humanidad: Buda, Lao Tsé, Confucio, Pitágoras, Jesús. En los últimos siglos, solo nacieron líderes mortales con una vigencia limitada. Los que quieren ser eternos tienen algo de cómico e irreal. Necesitamos que nuestros dirigentes aprendan a dialogar, acepten la relatividad de sus iluminaciones y mejoren una realidad, que no se va a transformar para dar paso a la utopía.