La era de la ira
Vivimos una era signada por las emociones negativas y el extremismo político, justamente cuando la humanidad vive la mejor situación de su historia. Las diferencias entre los actuales líderes no tienen la profundidad propia del siglo pasado. En estos años, tienen éxito en las elecciones quienes ofrecen humillar al establishment, atacar a la casta. Pero no es el mismo establishment al que combatían los revolucionarios del siglo pasado, ni son los líderes proletarios los que encabezan el levantamiento, porque también ellos son parte del orden vigente. Esto va más allá de la campaña, se extiende a las acciones del gobierno. El caso argentino ayuda a comprender esta situación. Los seguidores de Milei no aprueban lo que él hace, sino a Milei.
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Giuliano Da Empoli ha escrito dos libros polémicos, con interesantes ideas que sirven para comprender lo que ocurre con la política de la sociedad hiperconectada: El mago del Kremlin y Los ingenieros del caos. Algunos intelectuales europeos no comprenden cómo funciona la consultoría política de origen norteamericano, que cuando participa de un proceso electoral enfrentando a políticos y asesores tradicionales parece producir resultados mágicos, que Da Empoli atribuye a los ingenieros del caos. Sin embargo, las observaciones del autor sirven para comprender esta etapa de autodestrucción en que ingresó el mundo, como consecuencia de la tercera revolución industrial.
Como repetimos en esta columna desde hace años, las transformaciones más radicales de la revolución de la inteligencia se producen dentro de nuestras mentes, y en estos días se están haciendo visibles en todas las esferas, desde la política mundial, nacional, hasta nuestra vida cotidiana. El descomunal desarrollo de la ciencia y la tecnología no nos ha llevado a un mundo más racional. Nos dirigimos a un caos en el que nuestra especie, como la entendíamos, está naufragando en una ola de mitos y teorías conspirativas que nos hacen cada vez más supersticiosos, fanáticos, agresivos y negativos.
Las redes sociales dejaron caducas a las formas de la política y vaciaron el fondo que les daba coherencia en el siglo pasado, llevándonos a compromisos extremistas con posiciones religiosas, éticas, o personales, que no tienen que ver con una concepción racional de la política. Hasta 1990 se enfrentaron dos bandos que tenían consistencia lógica: el capitalismo y la democracia defendidos por el un sector, y la dictadura del proletariado y la economía centralmente planificada, que gobernaba a la otra mitad de la humanidad.
China y la Unión Soviética patrocinaban grupos revolucionarios que pretendían derribar a los sistemas capitalistas y los gobiernos occidentales combatían al comunismo. Esa lógica desapareció cuando acabó el socialismo real. Actualmente vemos a un gobierno norteamericano aliado a un régimen religioso de ultraderecha ruso, atacando a la OTAN, a Ucrania y a otros países democráticos, y una China que extiende la mano a Europa y América, porque ya no exporta la revolución, sino que vende productos y compite con Estados Unidos por los mercados.
Para conseguir el poder se necesita empatía, especialmente en los sistemas democráticos. Esto no significa solo abrazar niños y ancianas o actuar de manera estrafalaria en las redes sociales. Muchos lo hacen y no llegan a un porcentaje importante de votos. Hay que comunicarse con las imágenes, el lenguaje corporal y los memes, que es el idioma que habla la mayoría, aprender a proyectar el mensaje usando una infinidad de detalles que son lo más importante de la campaña.
Llegado al poder, lo más difícil es no caer en el síndrome de hubrys, estudiado por David Owen, un estallido de ego desmedido que acaba con la sobriedad y la moderación, frecuente en los presidentes, alentados por sus propios fantasmas y las alabanzas de colaboradores incondicionales.
Para evitar los excesos propios de este síndrome existen en la democracia instituciones que limitan el poder del mandatario y la alternabilidad ayuda a que no se desarrolle mucho esta dolencia, que se agudiza cuando el líder permanece más tiempo en el poder.
Las computadoras, internet y la inteligencia artificial están generando una nueva sociedad en la que los políticos, los expertos y las máquinas encuentran nuevos papeles que se transforman todo el tiempo. Intervienen tanto en las campañas electorales como en la comunicación de los gobiernos, con creciente autonomía. Los mandatarios más preparados saben utilizarlos.
Dice Da Empoli que la política contemporánea se define por el principio “ira más algoritmo” que reemplazó al postulado de Lenin de que el comunismo era “soviets más electricidad”. Con los algoritmos, las máquinas nos dispersan en comunidades de “parecidos”, porque a las técnicas de marketing de las grandes empresas digitales les conviene agruparnos para vendernos sus productos.
Antes los seres humanos éramos los que estudiábamos a los objetos, hoy son las máquinas las que nos analizan, clasifican, y nos relacionan con otros seres humanos que comparten nuestros gustos y supersticiones. Refuerzan así nuestros mitos, porque de tanto verlos reflejados en la red, terminamos creyendo que son la única verdad y defendiéndolos fanáticamente.
La enorme cantidad de información de que disponemos nos informa cómo viven los más ricos del mundo exasperando nuestra pulsión natural de buscar igualdad. Se intensifica una sensación de rechazo al establecimiento y una ira generalizada en contra de todo lo vigente, que incluye a líderes, partidos, instituciones, que son parte de un grupo de privilegiados que conversan de lo que a ellos les interesa y ni siquiera toman en cuenta los deseos y sueños de la gente común.
La política antigua se resolvía con el enfrentamiento de discursos lineales y textos que ayudaban a triunfar en una campaña o a mantener la popularidad de un gobierno. La política contemporánea es más compleja, difícil de manejar para analistas y políticos analógicos, necesita de consultores que puedan analizar la desconcertante realidad líquida, para asesorar a los líderes. Son lo que el autor llama “ingenieros del caos” que recurren al algoritmo para usar “una ira que existe en la sociedad, que no crean, pero sobre la que trabajan, le dan poder y la utilizan”.
Vivimos una era signada por las emociones negativas y el extremismo político, justamente cuando la humanidad, según todos los datos objetivos, vive la mejor situación de su historia y cuando la oposición entre comunismo y democracia se extinguió. Las diferencias entre los actuales líderes no tienen la profundidad propia del siglo pasado.
“Los psicólogos estudian (esta ira) como un sentimiento de la adolescencia por una razón muy simple. La ira surge cuando te sentís impotente, no tenés el control del punto de vista y no estás satisfecho, pero no podés hacer nada al respecto. Es un sentimiento adolescente, porque los adolescentes pasan por esta fase casi obligatoriamente, pero también se puede decir que en la era de las redes sociales y el nuevo ecosistema de los medios de comunicación, todos nos hemos convertido en adolescentes porque todos lo hemos sentido. Aquí hay una capacidad de atención más reducida y nuestras hormonas están constantemente estimuladas por estas pequeñas dosis de dopamina y otras sustancias de los nuevos medios instalan en nuestra mente y provocan un estado de sobreexcitación. Es una característica del clima que vivimos”.
Hay otros elementos a los que volveremos en un posterior artículo, pero la verdad es que, en estos años, tienen éxito en las elecciones muchos líderes que ofrecen humillar al establishment, atacar a la casta. Pero no hay que confundirse: no es el mismo establishment al que combatían los revolucionarios del siglo pasado, ni son los líderes proletarios los que encabezan el levantamiento, porque también ellos son parte del orden vigente. Entre los resentidos con el establecimiento, está el hombre más rico del mundo, Elon Musk, y muchos otros multimillonarios, generalmente resentidos con la vida por razones biográficas o culturales.
Esto va más allá de la campaña, se extiende a las acciones del gobierno. El caso argentino ayuda a comprender esta situación. Revisamos con frecuencia encuestas y encontramos que la imagen del Presidente ha tenido variaciones menores en estos dos años, a diferencia de sus predecesores, que tuvieron pronunciados picos de popularidad y de impopularidad. Milei cayó hace pocas semanas hasta llegar a un saldo negativo pequeño y ahora se recupera con unos pocos puntos de saldo positivo. Su imagen estable divide al país prácticamente en dos mitades con pocas variaciones.
No pasa lo mismo con la evaluación de su gobierno, ni siquiera con su política económica, que siempre tiene una evaluación negativa. Incluso personas completamente identificadas con él critican a su gobierno. La popularidad de Milei es suya propia, no depende de que lo apoye nadie.
Esto puede ser positivo para él, pero también un peligro en las próximas elecciones. Su capacidad de endoso es baja cuando él no está en juego. A Milei lo quieren sus seguidores como es y por lo que es. Perdería todo encanto si se convirtiera en un político tradicional, pronunciara discursos sesudos, llegara a tiempo a los actos solemnes y lo disfrazaran de “doctor”. Su campaña y su gobierno, más allá de su violencia verbal, llegan a la gente porque tienen algo de carnavalesco, de juguetón, de gracioso. Milei, incluso cuando amenaza, parece pertenecer más al Circo del Sol que a la dictadura de Videla.
Esto no significa que la democracia argentina se haya debilitado más que otras del mundo occidental, sino que es parte de la democratización del poder. En todos lados la gente común quiere reírse de la política y se aburre con las peleas entre políticos. Los mensajes de Trump que más se viralizaron fueron los memes acerca de los haitianos que comían mascotas de los habitantes de Springfield, Ohio. Ese dicho tuvo más impacto que todos sus insultos en contra de Biden o Kamala. Debo confesar que coleccioné memes sobre perros y gatos en esa campaña, y no grabé nada de la repetición aburrida de agravios entre los candidatos, que siempre dicen lo mismo.
El grupo de Milei ha demostrado ser técnicamente superior a los equipos que trabajan con la oposición. Sus números no están en crisis. Hay algunas cosas interesantes: en la evaluación de su imagen crecen el “muy mal” y el “muy bien”, se debilitan las opciones moderadas.
La imagen de Milei no tiene la misma evolución que la calificación de su gobierno, que en todas las áreas, incluida la económica, es claramente negativa. Sus seguidores no aprueban lo que hace Milei, sino a Milei. Después de todo está cumpliendo con que ofreció: destruir el antiguo orden.