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Hubo un tiempo, allá por los setenta y ochenta, incluso principios del noventa, donde aquella clase media baja y la llamada en ascenso, munida de padres de familias de sastres, carpinteros, orfebres, comerciantes formales, taxistas e incluso micreros, podían esperar que sus hijos sean profesionales y construyan las primeras generaciones de nuevos doctores, ingenieros, profesores, académicos y hasta científicos. Hubo una época en la que se soñaba. Había esperanzas. Había certidumbre. Las universidades estaban abarrotadas de diferentes clases sociales y salían a engrosar las filas de los profesionales. La sociedad se enriquecía. Se nutría. Crecía. Era aquel tiempo donde los trabajadores formales podían esperar que sus hijos progresaran y jalarán el bienestar de una familia, de un nuevo hogar con comodidades; en definitiva, empujaban el carro para arrancar el motor de un país pujante.
Hoy, sin embargo, todo se ha degradado. Se ha podrido. Se ha corrompido. Las dos grandes crisis económicas, la del 2008, llamada crisis de la burbuja inmobiliaria (subprime), la crisis griega y la deuda europea, junto con el brexit de Inglaterra, en 2021, han destrozado cada peldaño de esa escalera social a nivel global. Han dejado atrás a casi dos generaciones en el abandono. Si ha esto sumamos las otras dos crisis: la pandemia y la guerra, el escenario es mucho más complejo aún.
Hubo una Bolivia, en la que los trabajadores formales tenían esa certeza en sus corazones de que sus hijos podrían lograr algo mucho mejor que sus propios logros, a través de la educación y del esfuerzo. Alcanzar una vida mejor que la de ellos, con un horizonte más amplio y mayores posibilidades. Cuando el esfuerzo y el empeño eran respetados. Reconocidos. Valorados.
Era una clase media trabajadora que en esos años sus hijos tenían acceso a una educación de calidad, podían ahorrar y planificar; tenían herramientas para valorar otras culturas y veían en el horizonte llena de oportunidades de superación y de progreso. Se compraban casas, por primera vez. Se adquiría un vehículo. Muchos de primera mano. Se tenían dos hijos. Incluso hasta tres.
¿Qué pasó? Al margen del pésimo manejo de la economía nacional en una bonanza histórica, los masistas empobrecieron a más del 70% de los bolivianos arrojándolos al barro de la informalidad, el contrabando y el comercio ilegal. Se pasó a depender cada vez más de un Estado corrupto y clientelista. El MAS dinamitó la ya endeble institucionalidad de Bolivia y literalmente la reventó por los aires. Los nuevos ricos ahora son contrabandistas que construyen edificios grotescos llamados cholets en El Alto, de millones de dólares, sin pagar un peso al fisco, sin rendirle cuentas a nadie. Se emborrachan semanas enteras y el futuro ya no es ser alguien digno. Ahora se trata de tomar el atajo de la ilegalidad. Los narcococaleros son los nuevos poderosos en Bolivia y cooptan a jóvenes en el negocio maldito de la droga. Claro, ellos tienen partido político, protección policial y militar. ¿Quién diría no a ese camino pavimentado sin esfuerzo ni trabajo intelectual y mucho menos laboral honesto?
¿Qué pasó en las últimas décadas con esa clase media no profesional que aspiraba a que sus hijos vivan en un mundo del trabajo formal? Ni siquiera se achicó. Simplemente desapareció.
Alrededor de las familias bolivianas de clase media trabajadora el espacio público – entendido como sociedad y no como Estado – se ha vuelto hostil e inseguro; usurpado por organizaciones informales, ilegales, delictivas y mafiosas.
La escuela pública se ha terminado de destruir en su calidad educativa y se ha convertido en un centro asistencial cooptado por una corporación sindical pseudo socialista cuyas bases son añejas y llenas de moho comunista barata y ordinaria. Las prestaciones hospitalarias se han hecho cada vez más precarias. Y lo más preocupantes es que las referencias sociales y culturales han perdido toda su jerarquía: en los barrios ya no se reconoce a la maestra, al médico, al enfermero, al economista, al ingeniero o arquitecto, por poner algunos ejemplos. Muchísimo menos a un policía, militar, juez, fiscal o senador, alcalde, diputado o asambleísta y concejal. Todos se han devaluado. Ahora son, con suerte, unos fartuscos.
Aquella Bolivia un poco más decente, se ha estropeado. La escala de valores está desdibujada, la llamada meritocracia, que es una trampa ideológica, no era tan mala palabra. La cultura del esfuerzo regía con naturalidad y la exigencia no estaba mal vista. No era, por supuesto, un país ideal, sin duda. Pero el orden no era un valor estigmatizado y la decencia – mínima aunque sea -, era la regla en el servicio público.
El populismo entronizó un nuevo sujeto político: El Homus Masistas. Se alejó del trabajador formal para expandir una red de clientelismo; los sindicatos se refugiaron en un sistema de privilegios y enriquecimiento dirigencial mientras crecían las “organizaciones sociales”, con un nuevo modelo de intermediación y negocio a través de planes y subsidios para sectores empobrecidos.
Se abolió la exigencia. En la escuela, hasta prohibieron el aplazo de año. Se compran títulos en la universidad pública. Ya no hay nada por superar. Por mejorar. Por desafiar. Somos mediocres e ilegales. Y, además, incívicos. Una desgracia en todas sus letras.