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Como país nuestra existencia ha sido por lo general intranquila y tumultuosa. Salvo periodos de relativa estabilidad, nuestro entorno ha sido política, económica y socialmente incierto.
Si solo nos remontamos a este siglo, ha habido movilización popular cuando no se quiso reconocer constitucionalmente a los pueblos indígenas; o cuando se quiso ir contra la voluntad expresada en el voto a fines de la década pasada. También, cuando no se visualizó la voluntad de allanar la elección en la pandemia; y actualmente cuando se dilata el derecho a reconocer el cambio en la distribución espacial de la población.
Hemos tenido respectivamente cuatro hitos desencadenantes en esta historia de crisis: reconocimiento de pueblos, defensa de la Constitución, requerimiento del derecho a voto y reconocimiento de las regiones. Y en los primeros tres el resultado fue claro: esos requerimientos se efectivizaron con disrupciones políticas y económicas.
Los problemas políticos tienen una clara relación con las dificultades económicas asociadas en una relación que es ida y vuelta. En el primer caso vivimos las consecuencias de la crisis económica regional de fines de los noventa, en la segunda la desaceleración económica después del auge del superciclo, la siguiente con la pandemia y la actual con la recuperación incompleta que nos pone como el segundo país más rezagado en Sudamérica a pesar de los buenos índices de crecimiento.
A eso se ha sumado la conducción de política económica inadecuada siguiendo visiones que no han respondido al contexto. A inicios de siglo una política fiscal contractiva sin protección social y en la segunda la acumulación de desequilibrios macroeconómicos. En la tercera un ajuste fiscal inoportuno; y hoy un esfuerzo débil para la recuperación de ingresos, aún por debajo de 2019.
En todos estos casos la limitación en la conducción económica ha sido seguir paradigmas, independientemente de la ideología, ajenos el contexto ya sea en lo estructural o coyuntural, lo que ha empeorado la situación.
También ha sido crucial el carácter de los gobernantes y líderes, independientemente del periodo y persona que se considere. Tozudez, incapacidad de escuchar y entender opiniones distintas, falta de capacidades de negociación, soberbia e incapacidad de comprender que su elección (o posición) le exige pensar en el bien común.
A veces pensamos que los problemas del país son solo de nuestra época. Pero eso no es así, permítame compartir esta traducción libre:
“El verdadero secreto de la pobreza en Bolivia descansa en el espíritu revolucionario de su gente, lo que parece ser causado … por un amor al cambio y excitación combinado con el factor de que todo el mundo quiere un puesto en el Gobierno, y por consiguiente todos los que están fuera del poder son enemigos acérrimos del gobierno existente”.
El texto continúa: “El remedio para esto, ciertamente el antídoto para la rebelión tiene que ser encontrado … en mayores y rápidas vías de comunicación que también podrían generar trabajo para varias personas quienes están dispuestas a aceptar cualquier oportunidad de mejorarse a sí mismos por medio de la revolución”.
Corresponde a la descripción de Bolivia del geógrafo inglés G. Chaworth Musters en 1873, que finaliza señalando que “si fallan estas medidas de remedio, parece muy probable de que tarde o temprano la república se desintegrará, y sus territorios serán parcelados entre los Estados vecinos”.
Luego de eso perdimos el Pacífico, el Acre y el Chaco. Y si bien seguimos siendo un Estado, lo somos a pesar de nosotros.
Dados estos antecedentes no soy optimista respecto a nuestro futuro. Y no soy el único, tal como lo muestra el número de connacionales que vive en el exterior.
Nos consumen los males de ignorancia, ideología o inercia que impiden un desarrollo pleno. Pese a que nuestros planes desde hace un siglo mencionan desarrollo, inclusión o libertad, son los bienes escasos en nuestra tierra.
Es nuestra no-Bolivia a la que nos encaminamos hacia el 2025.