Los héroes del capitalismo: Margaret Thatcher
Las grandes figuras tienen grandes detractores, especialmente por parte de la izquierda. Margaret Thatcher nunca usó su sexo para victimizarse en un mundo político claramente masculino
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Por Ramón Audet Sánchez1
Hace más de un año publiqué un artículo titulado “Los héroes del capitalismo: Ronald Reagan”[1]. Allí postulaba una de las carencias más acuciantes de los defensores de la economía de mercado: la falta de mitos. En contraposición con la izquierda y su romantización por los símbolos que otrora fueron la encarnación de la opresión más estulta que jamás haya presenciado la tierra, la derecha y sus familias estamos huérfanas de referentes intelectuales y políticos. Por ende, hay que seleccionar y resignificar a algunas figuras históricas que, si bien podemos discrepar de ciertas acciones, en conjunto sirven para plasmar unos valores que compartimos.
Es el caso de Margaret Hilda Thatcher, también conocida como “la dama de hierro”. El sobrenombre lo estableció la propaganda soviética cuando llegó a líder del partido conservador. Como Reagan, Thatcher provenía de una familia humilde. Su padre, Alfred Roberts, era dependiente en una tienda desde los 12 años[2] y ulteriormente, combinó ese trabajo con una especie de puesto funcionarial de bajo nivel. Su tienda no solo vendía comestibles, sino que también fue una franquicia de correos. El horario que tenían era de 8:00 am a 7:00 pm, de lunes a sábado, y tanto él como su esposa, Beatrice (la cual durante muchos años fue costurera) se turnaban en el negocio familiar. Cierto es que, en muchas ocasiones, Thatcher usó la carta de sus orígenes y quizás exagerara en cuanto a penurias económicas se refiere.
Su padre se involucró en política, y una de sus mayores obsesiones fue mantener bajos los precios de los productos. Se convirtió en el director de Finanzas de la Cámara de Comercio (puesto que mantuvo más de 20 años) y se granjeó una reputación como protector de los contribuyentes con un celo especial hacia la malversación de capital ajeno. El biógrafo John Campbell postula que es precisamente de aquí de donde Thatcher sacaría su “hostilidad visceral” respecto al gasto público (Campbell, 2009, pág. 18). A pesar de sus orígenes consiguió entrar en Oxford (institución donde, en su mayoría, sólo tiene acceso una pequeña élite económica) en 1943 mediante una beca que, inicialmente, le fue rechazada. La futura Premier se licenció en Ciencias en la especialidad de química.
Fue precisamente en sus años universitarios donde conoció a autores de la rama conservadora-liberal, especialmente, quien causó un impacto mayor en la cosmovisión de la joven fue Friedrich Hayek y su ilustre obra “Camino de servidumbre” (1944) de la cual, entre otras, dijo lo siguiente: «Esos libros no sólo proporcionaban argumentos analíticos claros y nítidos contra el socialismo, […] también nos daban la sensación de que el otro bando simplemente no podía ganar al final» (Thatcher, 1993, pág. 12). Sus referentes también fueron liberales clásicos provenientes de la Ilustración escocesa, «que produjo a Adam Smith, el mayor exponente de la economía de la libre empresa hasta Hayek y Friedman» (Thatcher, 1993, pág. 521).
Así pues, desde muy joven se acabó dedicando a la política y a los Tories. De entre muchas cosas, cabe destacar que ganó su primer escaño en un enclave que históricamente había pertenecido al partido laborista (Dartford), así como su papel en el Ministerio de Educación, líder de la oposición y su llegada a la presidencia, la cual sentó un precedente histórico ya que se convirtió en la primera mujer en conseguir dicho puesto de poder y nunca usar ese argumento para victimizarse (rondaba el año 1979). Incluso, casi dos décadas antes, el 5 de febrero de 1960, en virtud de un discurso que pronunció en el Parlamento pidiendo que las reuniones del Consejo fueran públicas, le hicieron una entrevista donde ella mostraba gratitud a la hora de servir a su país en una institución tan prestigiosa. En un momento determinado, el entrevistador le postuló si era más difícil hacer esos discursos teniendo en cuenta que ella era mujer, a lo que respondió tajantemente, “no, no noté eso” para acabar alabando, elegantemente, a su audiencia.
Ya es sorprendente que el feminismo hodierno, que tanto brama para obtener puestos de alta responsabilidad en paridad de género (no así cuando se trata de los trabajos más infames que son ocupados, mayoritariamente, por hombres), no se digne a mencionar jamás a Margaret Thatcher. Ella nunca usó su sexo para victimizarse en un mundo político claramente masculino (solo hace falta ver la composición de sus ministros), y llegando a abrirse paso en dicha sociedad de forma contundente. Sin rastro de querer ser una mártir (cosa que en la actualidad está a la orden del día), se convirtió por méritos propios en una pieza clave para el desarrollo histórico de la segunda mitad del s.XX.
Por supuesto, más allá de sus múltiples logros políticos, su posición, ya desde muy temprana edad, fue en contra de los impuestos, de Europa como institución, del concepto de sociedad -abogando por los individuos-, de la reducción del gasto (incluso, en la educación, cuando ella era ministra -eliminando la free milk for school children-), su apelación a la responsabilidad individual, así como su encarnizada lucha contra la Unión Soviética, por todo ello, bien merece estar dentro del Olimpo liberal. Hay una anécdota que podría describir mejor quién fue Thatcher y porqué su figura debe ser reivindicada con más contundencia. Cuando era jefa de la oposición, en medio de una reunión del partido conservador, un funcionario tímido pronunció algunas afirmaciones sobre la política económica de Gran Bretaña, postulando un camino intermedio entre la planificación soviética y el liberalismo económico, doña Thatcher le interrumpió, se levantó, buscó en su bolso y sacó el libro de “Los Fundamentos de la libertad” de Hayek, lo mostró delante de su audiencia, lo golpeó contra la mesa y dijo “¡Esto es en lo que creemos!” (Berlinski, 2008, pág. 12).
Como siempre, las grandes figuras tienen grandes detractores, especialmente por parte de la izquierda. Igual que para con Reagan, Thatcher no era considerada una política culta y la última crítica que, a vote pronto, yo recuerde, ha venido especialmente de Owen Jones. Para quien no lo conozca, se trata de un historiador británico que se ha dedicado al ensayo político con mucha virtuosidad, no por lo que dice, sino porque sus libros tienen cuota de mercado y sus ideas, muy espoleadas por Podemos, han conseguido cierta repercusión fuera de su país. En su libro “Chavs” (2011), de dudosa originalidad, se dedica a culpar al Thatcherismo de cuestiones como la desindustrialización de Gran Bretaña, de la demonización de la clase obrera y la supresión de identidad de la misma (cabría la posibilidad de preguntarle al excelso historiador si esta cuestión no está relacionada con su izquierda posmoderna y sus luchas parciales más que con Thatcher). Como siempre, otros intelectuales de la misma cuerda se han dedicado a pagar sus frustraciones con personajes concretos de la historia reciente, ejemplo de ello es David Harvey, Richard Wolff, Martin Barker, etc.
Finalmente, me dejo muchos episodios que darían pie a que me extendiera ad infinitum, como su respuesta a la Junta Militar de Galtieri en 1982, su represalia hacia los sindicatos y las huelgas mineras de 1984-85, su mano dura para con el IRA, su tándem internacional con Reagan, entre muchos otros.
Así pues, me gustaría acabar con las frases que la primera ministra británica pronunció cuando llegó al poder:
“Que donde haya discordia, llevemos la armonía. Donde hay error, que llevemos la verdad. Donde haya duda, que llevemos la fe. Y donde hay desesperación, que llevemos esperanza”.
Y esto es, en resumidas cuentas, lo que más necesitamos hoy en día.
Este artículo fue publicado inicialmente en el Instituto Juan de Mariana