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En artículo reciente, el experto en comunicación política, Jaime Duran Barba, afirmaba que la mayoría de los gobernantes latinoamericanos se pasa la mayor parte del tiempo luchando contra fantasmas en vez de comprender la realidad, con lo cual se alejan de las preocupaciones y problemas de la sociedad, lo cual es una de las causas fundamentales de los cada vez más complejos conflictos y sociales que enfrentan nuestras naciones y una de las principales explicaciones para el rápido y permanente desgaste de las gestiones de gobiernos y de la permanente inestabilidad que caracteriza a las democracias de la región.
En Bolivia, no somos ajenos a esta situación. Si se siguen los titulares de los medios de comunicación, especialmente aquellos vinculados al oficialismo de turno, pareciera que se vive en mundos paralelos. Mientras la política y sus principales exponentes apuestan por la confrontación constante, por la polarización que sustenta nuestra versión criolla de la grieta; en las redes, a través de las cuales se expresan los ciudadanos comunes, se tratan otros temas, la inseguridad, la falta de trabajo, la frustración con el abuso de poder en las entidades públicas, los problemas del transporte público, y una gran cantidad de temas que caracterizan las penurias diarias del ciudadano común.
Por el contrario, desde las instancias del poder, se habla constantemente, de juicios, de conspiraciones, de conflictos que se promueven desde el mismo poder por interés políticos, o por la conveniencia de la coyuntura, en la cual es mejor suscitar un tema que distraiga la atención de la opinión pública que afrontar las causas de los problemas. Son los fantasmas útiles a los cuales se acude para concentrarse en las polémicas y evadir las causas de los reclamos ciudadanos.
Sin embargo, la realidad está siempre latente, porque la gente la siente en su vida cotidiana, y la sufre por las carencias y limitaciones que caracterizan a nuestro subdesarrollo. Problemas tan reales como la precariedad e incertidumbre de la supervivencia en la informalidad, las carencias de nuestros sistemas de educación y de salud, las dificultades para conseguir empleo, la inseguridad que sufren las familias, en las calles y en sus hogares, las dificultades del acceso al crédito o a la vivienda propia; y estos son sólo ejemplos de los problemas que afectan a las personas y sus familias.
También, están todos aquellos problemas que afectan al país en su conjunto, y que no siempre son la principal preocupación del ciudadano porque en sus urgencias quedan desplazados hasta el momento eventual en el que le puedan afectar directamente. Entre estos tenemos temas tan importantes como diversos, el déficit fiscal, cada vez más difícil de revertir, la crisis de la justicia, la corrosión de las instituciones democráticas, la falta de garantías efectivas a los derechos fundamentales, la amenaza del narcotráfico, a la sociedad y al estado, el agotamiento de las reservas de gas, las limitaciones al desarrollo agropecuario, la falta de condiciones para atraer inversiones que sustenten una economía sostenible y tantos otros que, aunque no forman parte de las preocupaciones diarias de la población, si son responsabilidad de las autoridades solucionarlas, pues de ellas dependen el bienestar y la prosperidad de todos.
Esta diferencia entre las realidades paralelas que viven los gobernantes y los ciudadanos responde a una lógica concreta, quienes gobiernan viven obsesionados por la permanencia en el poder y/o por acumular mayor poder, mientras que los ciudadanos, independientemente de su mayor o menor nivel de ingreso, viven concentrados en afrontar los desafíos concretos que le plantean los compromisos de sus responsabilidades familiares y su desempeño en el mundo laboral, profesional o empresarial.
Esto, que parece una contradicción permanente y general a todas las sociedades, ha sido resuelto en los países que alcanzaron el desarrollo con el estado de derecho, en el cual se limita el poder de quienes gobiernan para que no olviden que la autoridad es temporal y que pronto deberán volver a responder por sus actos como cualquier ciudadano. Obviamente, eso requiere un estado institucionalizado y un sistema democrático republicano, que sigue siendo una tarea pendiente para esta Bolivia aún en construcción, a pesar de sus casi 200 años de fundación.