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Paradojas del momento: el Partido Comunista de Venezuela (PCV), que está en la oposición, hace un análisis de la situación que resulta bastante certero, señalando que Nicolás Maduro está sembrando una “política del terror en los sectores populares del país”, incluyendo “operaciones psicológicas y de propaganda, no solamente para neutralizar las protestas, sino también para imponer una peligrosa matriz de opinión en la que defender la soberanía popular es lo mismo que ser fascista”.
Y es que, precisamente, la actual escalada represiva del régimen dictatorial parece estar cebándose en las barriadas más pobres, antiguos bastiones del chavismo, y en particular contra los jóvenes, de quienes se teme su potencial de rebeldía. Es la fase estalinista de Maduro.
Por supuesto, muy diferente es la actitud que toman los partidos comunistas de otros países, donde no se sufre la violencia de Estado y donde suelen hacerse declaraciones de solidaridad con el “gobierno antiimperialista”, desde la comodidad de una democracia liberal. Es el caso del Partido Comunista de España (PCE), que pide “respetar la victoria de Maduro”, o de su homónimo de Uruguay, que señala en un comunicado que “el imperialismo yanqui nunca reconoce los escrutinios de Venezuela”.
En una tónica distinta se pronunció el comunismo chileno, por boca de la presidente de la Cámara Baja, Karol Cariola, quien reconoció que el régimen de Nicolás Maduro “ha tenido una deriva autoritaria en los últimos años y particularmente en este último tiempo, muy tremenda”.
Este realineamiento tal vez sea un mérito del presidente Gabriel Boric, quien a pesar de los aspectos criticables de su gestión (empezando por su intento de aprobar una Constitución radical inspirada en el plurinacionalismo) ha mostrado un sostenido compromiso democrático en su política exterior, no sólo en relación a Venezuela sino también respecto a las persecuciones de Daniel Ortega en Nicaragua.
Y aunque en esto pueda haber un componente pragmático (hablamos de política, después de todo), es importante que el mandatario chileno no se haya sumado al trío conformado por Andrés Manuel López Obrador (AMLO), Lula da Silva y Gustavo Petro, quienes impulsaron una maniobra de “falso diálogo” con la única intención de ayudarle a Maduro a ganar tiempo hasta que se desinflen las protestas.
La vía seguida por ese trío parece haberse agotado, al punto que Lula tiene que volver sobre sus pasos y adoptar un gesto algo más crítico hacia el Palacio de Miraflores, a tono con la posturas de la Casa Blanca, que quiere un diálogo orientado a la transición y no a unas nuevas elecciones.
En suma, la izquierda continental está en su laberinto, debatiéndose entre el temor a un cambio drástico en los equilibrios geopolíticos regionales y el problema de aparecer asociada a un régimen impresentable, con el consiguiente desgaste de imagen ante los sectores moderados del electorado.