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Negar la importancia del liderazgo sería algo absurdo. En la convivencia se requiere de la iniciativa y perspicacia de algunas personas que son capaces de influir y guiar a otros hacia un objetivo concreto. Desde la antigüedad, las agrupaciones humanas contaban con líderes para asuntos puntuales. Asuntos que no todos podían resolver por cuenta propia se dejaban, de forma implícita en la mayoría de los casos, en manos de la persona que consideraban más capaz. No tenían problema en seguirlo, en hacer lo que el líder les diga; ya que éste demostraba un dominio mayor que otros. El liderazgo sería aquella cualidad humana, dependiente del lugar y las circunstancias, que lleva a que los individuos actúen de una manera que permita a otros cooperar en la consecución de un fin específico. Es parte de la división del trabajo y del conocimiento… Sería muy costoso aprender todo lo necesario para actuar correctamente en cada situación de la vida, por lo que siempre fue mejor dejarse guiar por el que demostraba mejor dominio del caso. La necesidad de líderes, por lo tanto, es algo que difícilmente puede cuestionarse.
Sin embargo, preguntarse sobre la necesidad de líderes para la generalidad de los temas sociales es algo más complejo y no es tan intuitivo. Es especialmente problemático cuando llevamos la idea de necesidad constante y sistemática del liderazgo al campo político. Cuestionarse al respecto conlleva, casi con obligatoriedad, a cuestionarse también otras cosas. ¿Qué se espera de un líder político? ¿Hasta dónde puede actuar? ¿Esperamos liderazgo sólo para que sea capaz de influir en otros? ¿Qué aspectos de nuestra vida pensamos dejar en sus manos? ¿Un líder político podrá hacer frente a todos los problemas sociales sólo porque lo hemos elegido?
Estas son preguntas de gran importancia, pero constantemente ignoradas en la sociedad cruceña. Se concluye, sin mayor análisis, que necesitamos líderes y punto. Jamás se dice qué tipo de líder, qué ideas debe tener y promover, ni mucho menos los límites de su campo de acción. Se vive a la espera del mesías, del salvador, del “elegido” que podrá “sacarnos de la miseria”, vengar “los abusos de los que Santa Cruz ha sido víctima” y, en síntesis, darnos libertad.
Esta enfermedad social que se padece, no sólo en Santa Cruz sino en Bolivia entera, se llama caudillismo. Es la necesidad de buscar libertad en un autócrata, entregándose a la servidumbre voluntaria.
Pero no nos engañemos, no podemos creer que todas personas inteligentes y honradas tengas interés en la política y que, por lo tanto, no se necesite de líderes en ese campo. No está mal dejar los asuntos públicos a quien consideramos más competentes, de hecho, es lo que se supone que se realiza cuando vamos a votar. El verdadero problema está en aceptar como destino inmutable que todo líder político sea un autoritario, un ser que esté en condiciones de invadir sistemáticamente cualquier esfera de la vida de los ciudadanos; y que lo único que tenemos para evitar atropellos sea apelar a la moral e integridad del líder de turno.
No, el liderazgo político autoritario no es una realidad imposible de cambiar. Puede que una gran mayoría de los ciudadanos se encuentren malacostumbrados al autoritarismo y lo consideren necesario en algunos aspectos, pero eso no lo convierte en bueno ni deseable bajo ninguna circunstancia. Pensar que cualquier líder político será autoritario por necesidad y tratar de “mitigar” los problemas eligiendo un amo justo es conjurar un peligro de grandes magnitudes.
Y es que en política no existen los incentivos para que aquellos que participan de la misma cooperen en disminuir el poder que se concentra en la actividad sino todo lo contrario. Bertrand de Jouvenel menciona lo siguiente, dándose cuenta de esto:
«Ahora todos son pretendientes, y nadie tiene interés en disminuir una posición a la cual se espera acceder algún día, ni paralizar una máquina que cuando llegue el momento le tocará manejar. Por eso observamos en los círculos políticos de la sociedad moderna una amplia complicidad en favor de la extensión del poder».
Y siguiendo esa misma línea cita a Benjamin Constant:
«A los hombres de partido, por más puras que sean sus intenciones, les repugna siempre limitar la soberanía. Ellos se consideran sus herederos y la cuidan, incluso cuando está en poder de sus enemigos, como a una propiedad futura».
Estas puntualizaciones ayudan a comprender el problema. Todo aquel que espere la llegada de un líder salvador debe ser consciente de que su llegada sería a una estructura que le pondría las herramientas de opresión en sus manos, listas para usar.
Quien espera caudillos debe ser consciente de lo que estos pueden provocar. Las soluciones no comienzan con la consagración de un nuevo líder autoritario, sino con el reconomiento de la situación institucional que nos rodea, cosa que nos permitirá actuar con mayor precisión y lograr mejores resultados.
No necesitamos líderes autoritarios, sino el imperio de la ley.
En su obra Burocracia, el economista Ludwig von Mises ofrece una de las mejores reflexiones al respecto:
«La queja de la falta de líderes en el campo político constituye la actitud característica de todos los heraldos de la dictadura. A sus ojos, la deficiencia principal del gobierno democrático consiste en su incapacidad para producir grandes Führers y grandes Duces. […]. No se trata de falta de hombres, sino de falta de instituciones que les permitan utilizar sus cualidades. Los programas políticos modernos acaban atando las manos a los innovadores, no menos que lo hiciera el sistema de gremios en la edad media».
*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo