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No les tenemos miedo al representante de Cuba y sus pistoleros

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En septiembre de 1973, el secretario de Estado Henry Kissinger festeja que casi 20 Gobiernos reconocen a la junta militar chilena. El telegrama termina de modo peculiar: “los militares se esfuerzan por crear la impresión de un posible acercamiento con Bolivia”.

El 5 de octubre, Kissinger da una charla en honor del presidente de la asamblea de la ONU, el ecuatoriano Leopoldo Benites. Asisten latinoamericanos como Mario Gutiérrez, canciller de Banzer y líder de Falange Socialista Boliviana (FSB). Kissinger expone sin melindres que las relaciones de Washington con sus vecinos del Sur se alternan entre fases “de lo que algunos de ustedes han considerado intervención, con periodos de descuido”.

El 8 de octubre en la ONU, Mario Gutiérrez guiña el ojo a Santiago: afirma que Bolivia y Chile son complementarios. Inopinadamente, además, homenajea a Allende: su muerte “recuerda la de Balmaceda, otro distinguido presidente chileno”. Para Gutiérrez, Allende cayó como un valiente capitán de su causa. Culmina comparándolo con Gualberto Villarroel y Óscar Únzaga, mártir de FSB.

Dos días después se arma la gorda. En la asamblea general de la ONU, los latinoamericanos se enzarzan hasta la noche por el golpe en Chile. A su lado, las de Milei y Petro son riñas de mostrencos.

El canciller cubano Raúl Roa maldice los “golpes fascistas” y los Gobiernos “títeres y represores”. Tilda al canciller chileno, exministro de Allende, de “vicealmirante alquilado, que deshonra esta asamblea, llevando el estigma de traidor en su frente y en su ropa ensangrentada”. Tampoco se salva el diplomático Enrique Bernstein, “confeso democristiano”. A Eduardo Frei M., Roa le dedica esta imprecación: “como habría dicho Maquiavelo, combina la astucia del zorro, la traición de la pantera y el apetito de la hiena”.

Roa inventa que Allende destrozó un tanque de un bazucazo (!), resistió la artillería y los bombardeos aéreos. Y que murió disparando su rifle hasta que las balas enemigas lo fulminaron. Redundando en la mugre fascista, Roa cierra su flamígera soflama: “¡Patria o muerte, venceremos!”.

El embajador chileno, Raúl Bazán, replica: el régimen de Castro es el más abyecto en la historia americana. Bazán defiende a su canciller y a Frei (pero sin refutar su supuesto apetito de hiena). Y desmiente a Roa sobre la muerte de Allende, pasando a la ofensiva: los fusilados en Cuba fueron muchos más que los fallecidos en el golpe en Chile.

Interrumpiendo al orador chileno, el canciller cubano busca llegar al podio, “gritando obscenidades”. Los nicaragüenses bloquean el pasillo y protegen a Bazán. Preside el ecuatoriano Benites, que suspende la sesión por unos minutos. Días después, el Departamento de Estado asegura que se evitó por poco el altercado físico entre Bazán y Roa. Zumban los rumores de que los cubanos sacaron pistolas. Roa intentó detener al chileno cuando mencionó las ejecuciones en Cuba.

El 16 de octubre, el secretario de Estado cita un informe de seguridad de la ONU: ocho cubanos saltaron cuando Roa se dirigía al estrado insultando. Un secretario cubano tiró “hacia atrás el lado izquierdo de su chaqueta y colocó su mano derecha en la culata de su revólver, amenazando al embajador de Nicaragua.” Un guarura de Roa asió su pistola al gruñir al embajador paraguayo. El nicaragüense avisa que su delegación se armará y que, si se repite lo ocurrido, disparará.

El embajador boliviano es Julio de Zavala. Se apoda “el martillo” (con mala leche, le suelen atribuir diabluras como colgarse de las lámparas en un cóctel). Reanudada la sesión, el martillo anota que, años antes de la Revolución cubana, en Bolivia se nacionalizaron las minas y distribuyó la tierra. “La nuestra es una revolución sin pelotón de fusilamiento”, contrasta. Carlos Giambruno, delegado uruguayo, execra el “episodio gansteril” y advierte: “no les tenemos miedo al representante de Cuba y sus pistoleros”.

Raúl Roa se justifica en las “mentiras del payaso a sueldo de la junta chilena” y en que José Martí empleaba las palabras para soltar la verdad, no para disfrazarla: “si algo obsceno ocurrió aquí, no fue mi lenguaje”.

Los latinoamericanos se zambullen en sus grescas pasionales. Kissinger no está allí, pero mira fríamente.


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