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Probablemente, vivir en Sucre Capital este Septiembre la veneración a la Virgen María bajo la advocación de Guadalupe, no haya dejado indiferente a absolutamente nadie, menos a quienes profesamos la fe católica y, hasta incluyendo a quienes se dicen o creen ateos (la buena noticia para ellos, es que Jesucristo y su Madre, igualito les ama). Este año, espoleados porque los últimos todas las actividades usuales no pudieron realizarse por las restricciones por la pandemia del virus chino, los fastos han sido seguramente de los más celebrados. Además, coincidió con un hermoso y justo detalle: nuestra poetisa Matilde Cazasola (la Matilde) ha recibido ese mismo día, el merecido Condor de los Andes.
Pero volviendo a esos festejos, no estoy pensando necesariamente en la entrada folklórica, plausible por cierto no solamente por la fabulosa exhibición cultural, fe en quienes genuinamente bailan por ella (y no por otras causas non sanctas), el movimiento económico generado y otros beneficios, sensiblemente desvirtuados por la embriaguez. Me concentro entonces en lo relevante: la fe.
Lo que me lleva a los días previos al 8 de septiembre, caracterizados por el solemne traslado de nuestra Gualala (en Sucre, todos tenemos apodos muy bien puestos además y, nuestra patrona no podía salvarse) desde su Capilla a la Catedral primada; los cultos nocturnos que con las misas se realizan -entre otras expresiones- a través de las célebres novenas incluyendo bellísimos cantos en quechua, armonio de por medio, transmitidos por generaciones, flores en cantidades industriales (rojos claveles, por supuesto), el intenso olor a incienso, etc. Y, por encima de todo la fe, que hace derramar a los fieles, lágrimas por nuestra Gualalita.
Contemporáneamente, celebre es aquella oración del Patricio Joaquín Gantier (+) cuando a nuestra Gualala le rogaba parafraseando se cuenta a un mendigo de la Capital, rogándole: “!Uyarillay, A! No te cuesta nada!!! (¡Escúchame nomas por favor Mamita, no te cuesta nada!), que se repite bajo múltiples ruegos, según las expectativas del creyente.
Naturalmente, la celebración alcanza su mayor expresión el 8 de septiembre, cuando se realiza en la Plaza 25 de Mayo la misa concelebrada y, luego la multitudinaria procesión que recorre el área histórica de la Capital, recibiendo pétalos de flores que le arrojan desde balcones y desde la calle pasando por los altares preparados en la zona en hombros de sus fieles que por su peso (más de una tonelada) no soportan más de una cuadra. Los cargamentos que acompañan a la procesión, es una tradición también, caracterizada por vehículos cubiertos de aguayos, con platería, alimentos y hoy, peluches. Todo sirve para añoñar a nuestra Gualalita.
Aunque siento que no es mi fuerte escribir estos temas (mis amigos Mandingo y Svonko son los caperuzos), como escribí líneas arriba, me resulta imposible dejar de hacerlo. Cuando me encomendaba a la Gualala el jueves en la Plaza, sentí que algo debía intentar transcribir de lo que estaba viviendo con mis paisanos. Participar de la veneración o presenciarla no deja indiferente a ninguna persona independientemente de sus creencias o no, puesto que los fastos por nuestra Gualala abarcan y superan mucho más de lo estrictamente religioso (que es lo principal, por supuesto para quienes así lo entendemos), constituyéndose en un acontecimiento cultural imperdible. La historia cuenta que esas veneraciones empezaron aproximadamente el año 1601 y continúan, cada vez más diversas seguramente acorde con los tiempos actuales pero también manteniendo en gran medida esas saludables y añejas costumbres charquinas, prevaleciendo por sobre todo la fe católica. Es que: “La cultura hace al hombre algo más que un accidente del universo”. André MALRAUX