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Considero que el país está en una de esas encrucijadas históricas que podría marcar un hito o momento clave. En efecto, la historia común de Bolivia se ha forjado en esos mojones; y se han construido elementos que podríamos considerarlos partes de una identidad nacional.
Pero algunos hitos nos dejaron sus inquietudes, pero no las soluciones, dejándonos con un sabor amargo y heridas abiertas.
Por ejemplo, la guerra del Pacífico de hace siglo y medio nos dejó una fractura que aún resuena. Casi todos los medios de comunicación nos recuerdan diariamente el anhelo marítimo.
Después de La Haya, lo que debemos preguntarnos es cómo resolver este problema en el fuero interno boliviano, tanto en lo simbólico como en lo fáctico, en este último caso con la necesidad de mejores salidas a los océanos Pacífico y Atlántico. Es un duelo que nos ha seguido por décadas y que necesitamos evaluar de forma integral.
Por su parte, la revolución federal de 1900 llevó el eje de poder al noroeste del país y consolidó a La Paz como sede de gobierno. Si bien su importancia política aumentó, su gravitación económica disminuyó especialmente por la conflictividad, pese a que tenía la ventaja de ser un nodo logístico importante para el comercio de la región.
Además, que de “federal” no tuvo nada, convirtió al país en un ente extremadamente centralizado y marginó al resto de las regiones, promoviendo el clientelismo en los departamentos. Más de un siglo después, es un tópico que debe enfrentarse, no eludirse, para implementarlo a la luz de un nuevo contexto.
La Guerra del Chaco de 1935 nos heredó dos características. La primera fue el convencimiento de que existía una realidad rural e indígena excluida del desarrollo nacional, una que no tenía siquiera el permiso para poder desarrollarse. Y la segunda fue la formación de una sensación de que los recursos naturales debían dejar al país réditos y promover su desarrollo. A mi entender, este hito es el antecedente de la revolución de 1952 y las reformas que se promovieron entonces.
El siguiente hito se encontraría en 1985, con el fin (temporal) de la visión estatista y orientada a los sectores minero y campesino del país. La primera hiperinflación en el mundo sin que exista conflicto civil nos despertó dolorosamente de un ciclo previo de excesos.
El legado de esa nueva época fue la consolidación de la economía privada en el país, principalmente de la aparición de cientos de miles de empresas formales y millones de emprendimientos informales, además de influjos de inversión extranjera.
Pero un movimiento telúrico se gestó en esos años porque tanto el contexto adverso como la baja efectividad de los programas sociales, gatillo nuevamente la insatisfacción con el estado de las cosas.
Por eso a inicios de siglo volvió a surgir el alma indígena y estatal, que en este caso convivió con una extensa economía privada, principalmente informal.
En síntesis, tenemos heridas, problemas y asuntos no resueltos en diversos ámbitos. Desde la necesidad de romper la mediterraneidad y bajar los costos de integración al resto del mundo o la molestia por el alto grado de centralismo y sus efectos perniciosos en las regiones.
También se encuentra la urgencia de que los recursos naturales no renovables se exploten racionalmente en beneficio del país. El declive de los sectores minero e hidrocarburos nos muestran que necesitamos cambiar nuestro enfoque extremo y buscar el sano equilibrio.
Así, la historia nos ha mostrado que no tenemos la institucionalidad y los mecanismos para explotar por cuenta propia de forma sostenible los recursos naturales, como también que la sola explotación sin beneficios también es incompatible con el alma boliviana.
Y la herida de exclusión y de pobreza, en especial de indígenas y migrantes del área rural, necesita soluciones de fondo que promuevan su dignidad y no se aprovechen sólo del caudal político que representan.
En fin, el alma nacional tiene diversas aristas; lo que falta es quien represente todas ellas.