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Para ejercer el periodismo, ante todo y, sobre todo, se debe ser una buena persona. Alguien que es capaz de ser empático con su generación, con su contexto, con su entorno inmediato. Un profesional que intenta, o por lo menos, hace un esfuerzo único y más que en otras profesiones, para construir valores en una sociedad, de alimentar la criticidad hacia el abuso de poder, de poner luz en las áreas grises de los negocios, de fiscalizar en nombre de los ciudadanos. De ser un contrapoder al poder. De rayar los límites, de frenar a los abusivos, a los autoritarios. A quienes hacen del poder público su patio trasero.
Parece una fábula o una inocentada. Pero no es así. Es un tema muy serio y que, a claras luces, escasea en demasía en nuestro medio. Lo que pasa es que la información, antes, su cualidad principal era su respaldo con la veracidad. El periodismo estaba enfocado, con sus fallas y virtudes, en buscar la verdad, en la individualización y, luego, informar a la gente acerca del tema en cuestión. Ahora es un gran negocio y, curiosamente, para desinformar. Un pecado original.
Por eso es tan fundamental volver a leer a uno de los periodistas más connotados y reconocidos del oficio, el polaco Ryszard Kapuscinski quien en su época ya hablaba del cambio drástico del periodismo y de sus nuevos desafíos. Principalmente de uno: la asociación de un buen o mal nombre hacia un periodista. Hoy en dúa que las RRSS son tan agresivas, la gente sabe quien es un periodista fiable y quién un simple verdulero de mercado.
El desafío se entra en que un periodista, a cabalidad, comprenda a los demás, al vecino, rico o pobre, que conozca sus reales intenciones, de su fe o su ausencia o justificación de su ateísmo; de sus intereses legítimos, de sus dificultades, sus tragedias, sus miserias. Para luego convertirse, casi inmediatamente y, desde el primer momento, en parte de su destino, en su cómplice, por acción o por omisión. Por eso, y por muchas razones más, las malas personas, aquellos que son cínicos con la moral, contrarios con la estética, con el comportamiento honesto y con el respeto a la pluralidad de opiniones y posturas, jamás podrían aspirar ni siquiera a acercarse al oficio del periodismo.
Es preciso, también – y es el ánimo de esta columna -, que se entienda a cabalidad el enorme daño que se puede hacer con un micrófono manejado con ligereza o con un escrito sin respaldo. Porque nosotros, como periodistas, nos iremos en algún momento y nunca regresaremos, pero aquello que escribimos o dijimos sobre las personas se quedará con ellas para el resto de sus vidas. Por eso, para los inconscientes y viles, esto les importa un sorete.
Este pensamiento esgrimido a muerte por Kapuscinsky postulaba, además, con mucha firmeza, que los principales sentidos de un periodista deberían ser siempre estar (esa ductilidad para conocer e interpretar el contexto para saber ubicarse en esa realidad complicada que le toca vivir con prudencia y temple); de ver (esa capacidad de escudriñar y de descubrir otras perspectivas que no aparecen con tan sólo mirar como una mera acción fisiológica; sino de adiestrar ese ojo atento o sagaz de un determinado momento); de oír (quizás uno de los sentidos más sublimes y poderosos de un periodista. No sólo escuchar, sino de tener ese aforo de oír aquellos detalles, aquellos matices. Ojo, sólo oye quien calla. Aquel que no es parte del ruido, sino, precisamente, es cómplice del silencio. Una virtud completamente en desuso en el actual periodismo boliviano bullicioso, gritón, estridente. Nadie escucha a su interlocutor. Nadie dialoga. Sólo agreden y bombardean con preguntas zasca. Frente a las cámaras de televisión y digitales son grandilocuentes, circenses y hasta payasescos con sus atuendos colorinches, brillosos y fuera de tono. Además de ser insultantes para la audiencia, son presumidos con sus preguntas y venales.
Finalmente, una cuarta virtud: Pensar. ¿Cuál es el promedio de lectura de nuestros periodistas bolivianos? ¿Cuál es su capacidad de conocer sus entornos y de actualizarse de manera constante? No sólo con la agenda informativa coyuntural – faltaba menos -, sino con los temas de fondo para, luego, hablar con propiedad, conducir una entrevista con aplomo y contar con ese maravilloso escudo del conocimiento como defensa frente al burdo engaño, la cifra simplona o la maniobra mezquina de los intereses políticos o económicos.
No en vano, para este periodista polaco, escribir una página ameritaba, por lo menos, haber leído cien. Suena a exageración, pero es una metáfora de lo importante que significa que un periodista escarbe, hurgue y llegue al fondo de las cosas. Y no sea un mero rascador de superficies. Así de minucioso y de obsesivo para con el oficio de periodista era este literato y poeta. Por eso su fama escaló a tal punto que el propio Gabriel García Márquez le invitó a ser profesor de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano.
Por ello, y por muchísimos más principios, las malas personas no pueden ser, de ninguna manera, buenos periodistas. Ni siquiera medianamente decentes. No sólo hay una contradicción psicológica, sino, además, una abierta contradicción de valores inherentes a la propia naturaleza humana.
El actual periodismo nacional – profundamente criollo – se mueve entre dos niveles: el artesanal, el más bajo y rudimentario y quizás el más generalizado. Una masa de individuos – no titulados ni instruidos por las universidades de periodismo y, por supuesto, a claras luces, no son, en absoluto, profesionales – vapuleando a palazos al periodismo cual manta vieja. Son verdaderos navajeros con micrófono, a través del cual a diario insultan, agreden, menoscaban dignidades y bailan al son del dinero, poco o en demasía, pero peculio al fin; prenden sus señales con chismes burdos y peleas faranduleras; son casi verdulerías de mercado. La otra, mucho más creativa y, por supuesto, académica, esforzada y de manual – cuyo desafío principal es su constante profundización en conocimientos, de saber que se está en un cambio continuo, profundo, dinámico -, preserva ese principio fundamental que Kapuscinsky defendió a muerte: el oficio del periodismo no es para personas cínicas y muchísimo menos para corruptos y livianos de carácter e inteligencia.