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Vivimos tiempos de lenguaraces, de liviandad, de estridencias. Estamos atosigados de insultos y descalificaciones públicas y padecemos a diario el uso y abuso de micrófonos para denostar, humillar y, hasta, incluso, para calumniar e injuriar. Es un verdadero zafarrancho. Y, a mi juicio, el problema radica en la ausencia de profesionalismo, de no haber pasado por las aulas de la universidad para aprender este oficio tan noble como es el periodismo. Existe un desconocimiento absoluto de la deontología propia de esta profesión. Y, por lo mismo, se caen en graves errores y situaciones engorrosas. Para uno y otro lado. Todos salen (salimos) perjudicados por culpa de esta cacofonía mediática a causa de esta ausencia de verdaderos profesionales al frente de algunos programas que se emiten.
Nadie quiere rectificarse. Nadie quiere corregirse. Nadie quiere reconocer sus errores. Los que lo hacen, tiene valentía y honestidad intelectual. Pero también se espera que el aprendizaje, que pena que sea a la mala, sea también evidencia de que se evite volver a caer en el griterío y la torpeza, que son completamente ajenas a esta profesión.
De ahí el enorme cuidado – hasta supremo, como profesional de la comunicación -, de verificar, constatar, cruzar fuentes antes de lanzar una información. El grave problema radica en que el mensaje queda y quedará para siempre. El daño no se atenúa con un “me equivoqué”. Se debe estar consciente del enorme estropicio que esta impericia provoca en la opinión pública y en la pérdida de credibilidad y reputación personales e institucionales como medios y programas de comunicación.
En palabras del periodista español Francisco Rosell (ex director de El Mundo, de España), sin duda alguna que la obligación del periodismo es desnudar “aquella verdad oficialista” para saber qué hay detrás de esa apariencia. Y es, precisamente, en esa tarea que se juega la credibilidad un medio de comunicación y donde su marca es garantía para sus lectores o televidentes. Y la única manera de lograrlo es con investigación fidedigna y debidamente respaldada.
No en vano, el cronista polaco Ryszard Kapuscinski (Premio Príncipe de Asturias y autor del libro “Los Cínicos no sirven para este oficio”), sostenía que para ejercer el periodismo, primero se debía (se debe) ser buena persona. Porque informas, orientas, hasta, incluso, inspiras a una sociedad de manera integral. Construyes y defiendes valores y principios. Eres referente, un modelo social. Y lo debes ser porque las personas confían en esa persona que está detrás de las cámaras o micrófonos. No es ninguna menudencia. Abusar de esa confianza es de gente de poca estofa. De improvisados o, peor aún, de venales de la información. Baste repasar los medios públicos para comprobar esta desidia hacia la verdad y hacia el periodismo como tal.
Por otro lado, a mi juicio, también deberíamos comprender el valor del diálogo y sus silencios. No de estar “silenciado”, ojo. Lo aclaro para cualquier despistado. El silencio es una bendición, un bálsamo. Son muy escasos aquellos que saben cuándo hablar y cuándo callar; raros, pero muy raros, aquellos que saben usar los silencios, las pausas en una entrevista. Pareciera que son poquísimos los que se atienen a las reglas de cortesía necesarias para una buena conversación periodística – que en esencia es un diálogo, no un embate o un atropello -, en la cual hay una lid de silencios, pausas y palabra hablada.
Partir del hecho de que si no eres agresivo eres un mal periodista, es una visión extraviada y absurda del periodismo. A las fuentes no se las maltrata. A las fuentes se les consulta y se le extrae información productiva, interesante y noticiable en beneficio de la sociedad. Las preguntas más difíciles son las más simples. Aquellas que desnudan de cuerpo entero al político o empresario. Con buen tono y respeto. No a escupitajos y acusaciones verbales.
Quien respeta estos reposos en la comunicación es considerado como alguien bien formado y educado. No un chabacano y grosero. Además, el silencio no dificulta el habla, sino que la hace posible. El silencio es la antítesis de la palabra y debido a la gran importancia que tiene en la comunicación humana, hace que el habla y el silencio sean complementarios.
En medio de todo este barullo mediático, el silencio no es renuncia, sino contención. Es reflexión. Es saber escuchar. El silencio es, por supuesto, prudencia. Es elocuencia y lo es porque hay silencios que dicen mucho más que las palabras. Hay silencios que gritan, que consienten, que censuran, que claman, que duelen…El periodismo es palabra y prudencia, al mismo tiempo.