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Reivindicar al Estado

Pedro Portugal Mollinedo

De formación historiador, autor de ensayos y análisis sobre la realidad indígena en Bolivia, fundador del mensual digital Pukara

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Hoy, si hay algo incuestionable es el triunfo del mercado. Ese éxito no es, sin embargo, el del sistema político que hizo de él su bandera.

En efecto, si entendemos a mercado como el espacio físico o virtual donde demandantes y oferentes se ponen en relación para el cambio de bienes y servicios y el establecimiento de valores y costos, el mercado estuvo presente en todas las culturas y épocas de la humanidad.

La actualmente conocida como economía de mercado en el sentido capitalista del término, es entendida generalmente como la forma superior y exclusiva en la “evolución” de la economía.  Curiosamente, quién más contribuyó a fundamentar esta afirmación fue su principal detractor, Carlos Marx. Al considerar que el socialismo (y, luego, el comunismo) eran las formas que deberían ineluctablemente suceder al capitalismo, afirmaba la exclusiva preminencia de la primera… y al no haber sido reemplazada por las experiencias socialistas sanciona –sin querer- su carácter primordial, necesario y único.

El capitalismo, tal como lo conocemos en la actualidad, es la forma cultural que adoptó la lógica universal de mercado: una lógica occidental íntimamente relacionado con el fenómeno colonial. Sin caer en sentencias como las de Ramón Grosfoguel en sentido de que la historia local de Europa tiene la pretensión de erigirse como historia mundial y que ella sea “la más destructiva de la vida de todas las existentes hasta el momento”, nos parece necesario recalcar que, de ordinario, quienes teorizan, planifican y gobiernan en la periferia tienen tendencia a copiar más las formas culturales de del capitalismo que asimilar lo lógica profunda de ese sistema.

En esa lógica Grosfoguel y sus pares son implacables en descalificar a “cierta izquierda occidentalizada”, incapaz de pensar la posicionalidad epistémica para bien enfocar las relaciones de poder. En realidad, es un mal que aqueja también a la derecha.

Llegó a ser axioma en los sectores adeptos al liberalismo que “no puede haber libre mercado sin democracia”. En realidad, pareciera que el mercado puede ser funcional en cualquier sistema político. En las épocas de la guerra fría capitalismo era sinónimo de economía de mercado y socialismo de planificación estatal. Hoy es sabido que gobiernos de corte marxista pueden perfectamente incursionar ventajosamente en la economía de mercado y en los artilugios propios del capitalismo. No solamente el actual gobierno de China es fuerte en esos términos, sin abandonar su ideología comunista, sino que otros Estados de Asia, son perfectamente capitalistas y exitosos en su desarrollo sin necesidad de ser ideológicamente marxistas o democráticos, en los parámetros de las democracias occidentales, como Singapur y Turquía. Justamente, para ellos se acuñó el concepto de “capitalismo autoritario”.

Podría darse, entonces, la situación de que, en ciertos países como el nuestro, ni capitalismo ni socialismo llegan a establecerse plenamente porque sus teóricos y operadores buscan calcar sus aspectos culturales y no implementar la lógica profunda de esos sistemas en su propia realidad.

Este acatamiento cultural tiene, quizás, lo más profundo de su explicación en el fenómeno colonial: Se ignora la realidad en que se vive y las potencialidades de sus propias sociedades porque es más confortable situarse en la imagen simplista que se tiene de la metrópoli y no en lo enrevesado de la situación concreta en la que se desarrolla su real existencia: De esa manera se mantiene el control de una sociedad disfuncional pues su practicidad podría significar el fin de su hegemonía política.

De la misma manera que el izquierdista criollo exageraba las virtudes del socialismo real y encallaba en la fabricación de utopías, al ser estas sobre exageradas respecto a lo que era operable en los modelos reales, muchos liberales están ahora en el mismo transe, al definirse, por ejemplo, libertarios y propugnar, entre otras cosas, la desaparición del Estado.

En Bolivia todo el cuerpo social está íntimamente relacionado con lo que se define como Estado, así este sea disfuncional y hasta fallido. Una gran parte de la población, que empieza ahora a desplegar una actividad económica y social cada vez más intensa, poseen la memoria histórica de un Estado eficaz y proficiente, el Tawantinsuyu. Otra gran parte de nuestra población está entrampada en el infortunio de un Estado implementado en la Colonia y que no pudo ser rehecho, transformado o reemplazado, y que impregna toda la existencia administrativa en el país, en especial en sus facetas más corrompidas e inicuas.

¿No sería más sensato cavilar en reconstruir el Estado, revalorizarlo, e implementarlo como vector de un modelo económico y no soñar solo en su desaparición total?

*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo


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Pedro Portugal Mollinedo

De formación historiador, autor de ensayos y análisis sobre la realidad indígena en Bolivia, fundador del mensual digital Pukara

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