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Santa Cruz ha dado muchas batallas durante los últimos tiempos e incluso se ha expuesto a feroces acciones represivas que, en algún momento, significaron detención y exilio para su dirigencia. Sin duda, es el departamento que más ha resistido las imposiciones de los gobiernos del Movimiento al Socialismo y al que Bolivia le debe, en gran medida, no haberse convertido en otra Venezuela o Nicaragua.
No ha sido solo cuestión de hacer política o de haber opuesto firmeza al abuso en los momentos cruciales, sino también de haber defendido con claridad y con resultados la viabilidad de un modelo de desarrollo que, con todo y sus problemas, ha demostrado su eficiencia para impulsar el crecimiento económico regional muy por encima del promedio nacional.
Es posible que, entre su dirigencia, haya voces extremistas y que incluso a momentos se hayan escuchado exabruptos que denotan racismo o discriminación, pero esas excepciones no nos pueden hacer perder de vista la gestación de un movimiento político – no necesariamente un liderazgo – que se ha convertido en el único contrapeso al esquema de poder actual.
El protagonismo cruceño en el voto contra la reelección del 21F, en la lucha contra el fraude de fines de 2019, en la salida de Evo Morales y ahora en la resistencia a la imposición de una fecha caprichosa y política para el Censo Nacional de Población y Vivienda, demuestra que existe consecuencia y una línea que, si bien no se ha traducido en una plataforma política de alcance nacional, insinúa el rumbo que podría tomar un proyecto alternativo futuro.
En Bolivia, como en ninguna otra parte, no es automático el hecho de que las regiones más prósperas sean las que, a su vez, ejerzan el poder político. Por lo menos hasta ahora, política y economía han marchado por caminos distintos.
En un país polarizado como Bolivia – un fenómeno que ya afecta a varios e incluso a Estados Unidos según muestran los resultados de la elección de medio término – hay regiones que pugnan activamente por el poder, desde visiones ideológicamente distintas y otras que, de una u otra manera, se inclinan en una u otra dirección.
El peso de El Alto, tanto en las urnas, como en las calles, ha determinado el direccionamiento político del país en los últimos años, mientras que Santa Cruz, tanto con el voto y ahora desde hace algún tiempo también con la movilización, ha procurado establecer una suerte de freno a las tendencias autoritarias que tanto daño hicieron en otras partes.
Curioso país el nuestro, sin embargo, donde se quiere hacer ver a unos como héroes y a otros como villanos. El mito del occidente revolucionario y de izquierda se arrastra desde hace años y hay corrientes que se han subido a esa montura narrativa para prevalecer. Desde esa mirada política occidental, se quiere mostrar a Santa Cruz como bastión del conservadurismo, el racismo e incluso el “golpismo”, como se ha insistido en el conflicto reciente. Es una descalificación que no tiene que ver con los temas que se discuten, sino con la necesidad de mantener un argumento ideológico de fondo para para conducir el debate hacia las esquinas de la historia oficial.
Santa Cruz necesita salir de esa asfixia narrativa a la que se la ha sometido desde la lógica del MAS desde hace muchos años. Es algo así como cambiar de enemigo y explorar nuevos temas que no tengan vigencia estrictamente regional, sino trascendencia y peso nacional.
El liderazgo cruceño debe permear las fronteras departamentales y a la visión de bienestar, que hoy es factor de atracción para las corrientes migratorias internas hacia ese departamento, debe sumar una visión moderna sobre asuntos transversales como el medio ambiente, la minería ilegal, las reivindicaciones de las mujeres, educación, tecnología, cultura, aspiraciones de los jóvenes, etc. Es decir, trabajar y liderar una nueva agenda, ajena a la polaridad funcional al populismo, y provocadora para ese porcentaje cada vez más alarmantemente mayoritario de bolivianos – los más jóvenes – que se sienten ajenos al debate actual.
Santa Cruz debe dar el salto hacia un “idioma” nacional, que represente a todos y que finalmente permita transformar a esa región no solo en un destino migratorio, sino en el referente de una nueva revolución.
A estas alturas, la fecha del Censo posiblemente no sea lo determinante. Que se haga en 2024, como parece indicar la tendencia hasta ahora, no debe entenderse como una derrota de quienes impulsaron su realización en 2023, sino en el punto de partida de una estrategia que recoja lo necesario de estas lecciones y proyecte la fuerza de nuevas batallas, fuera del estrecho campo narrativo al que se ha querido confinar a los bolivianos. Santa Cruz debe ser una nueva oportunidad para Bolivia.
*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo