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Mi hermano, psicólogo, me consultó en tono sarcástico y sin ningún ánimo profesional, que en qué parte de la pirámide de Maslow me ubicaba actualmente. Ante mi desconcierto, no sabía yo qué quería decirme, me explicó que, utilizada en psicología humanista, esa pirámide refleja la jerarquía de las necesidades humanas que las personas buscamos satisfacer en un orden específico.
La utilidad de esa herramienta radica en que nos permite conocer cómo nuestras motivaciones mutan a medida que cubrimos esas exigencias. Cada nivel debe ser satisfecho antes de pasar al siguiente (hay necesidades fisiológicas, de seguridad, de afiliación, de reconocimiento y de autorrealización).
Su cuestionamiento entre risas me interpeló sobre mis pulsiones de un tiempo a acá. Y reparé en que la pregunta había surgido apenas aparecí, derrapando, en una cena familiar. Volvía cansada de una reunión extensa con los directores del colegio de mi hijo de ocho años, que no me habían convocado para hablar del retoño, sino para planificar el festival anual del que se encarga la Asociación de Padres de Familia, de la que soy vicepresidenta (…).
Familia y amigos han estado acostumbrados a verme llegar a destiempo por el retraso en la firma de la venta de una sociedad comercial o en la elaboración de un extenso recurso administrativo; asuntos propios de mi profesión. Ahora “invierto” varios de mis espacios amenizando festejos en el patio de maternal; diseñando uniformes; organizando campeonatos de pelota quemada y conduciendo shows de talentos.
Mi lugar en la pirámide se alteró como en un juego de serpientes y escaleras: de la autorrealización profesional caí a la casilla de reconocimiento. Hoy busco que mi hijo chiquito, con fisonomía de nieto, me reconozca. Lo que no pude hacer hace 20 años con el mayor.
En ese afán, me ofrecí a acompañar, con otras tres mamás del curso, una excursión a la Laguna Juri Khota en el macizo Tuni Condoriri.
Las advertencias -más climáticas que topográficas- no alcanzaron para hacerme retroceder. Al bus que nos conduciría durante más de tres horas hasta el destino se sumó un joven guía certificado. Él y el osado pero paternal y comprometido profesor -un francés al que el recuerdo de un helicóptero rescatándolo con alguna fractura en los Alpes suizos no le decía nada- se encargarían de la aventura; nosotras cuatro, de que los dieciocho chamaquitos comieran sus meriendas y no se sacaran las chamarras.
Los 20 kilómetros previos al arribo, en una carretera de tierra con capacidad para un vehículo que asomaba a un precipicio de 80 metros, debieron prepararnos. Lo que se nos apareció de inicio, fue uno de los paisajes más bellos que he visto: picos nevados cuyas faldas rozaban la laguna apacible y energética; y un aire puro y helado de escaso oxígeno (estábamos a casi 5000 metros sobre el nivel del mar).
Un paraíso que dejó de serlo cuando, dispuestas las cuatro mamás a instalar el picnic en un bofedal a pocos pasos del bus (que era el único retazo de civilización), escuchamos la voz de asombro contenido del guía, que emplazaba a emprender la caminata que nos llevaría a la orilla opuesta “¡donde los chicos iban a jugar con la nieve!”.
Y ahí estábamos, en fila india, bordeando la montaña por un sendero unipersonal de piedras filosas y resbaladizas a unos seis metros de la laguna sin playa, cuya temperatura pondría nostálgico a cualquier náufrago del Titanic.
Ese caminito se convertía de repente en vacío, lo que nos obligaba (a las mamás) a rezar para que las fábricas de los guantes que portábamos hubiesen hecho su control de calidad en alguna montaña de Nepal. Debíamos aferrarnos a grandes rocas e ir haciendo el trasbordo de los entusiastas alpinistas incapaces de medir riesgo alguno, para evitar una caída que, en el mejor de los casos, habría sido atendida diez poblaciones después. ¿Les conté que no había señal en ninguno de los celulares desde mucho antes de llegar a la zona?
A punto estuve de besar la tierra firme una vez alcanzado el otro extremo. El paisaje -así ha debido lucir el Edén en invierno- seguía intacto, aun con los truenos y el cielo que se cerraba oscuro únicamente en esa mitad de la laguna, en la que todos comieron menos las cuatro voluntarias a las que se nos había contraído no solo el estómago.
Empezó a nevar. Y el paraíso volvió a ser el paraíso. La caminata de noventa minutos de retorno, incluso con alguna parada para el suministro de oxígeno, con el fin de evitar que luego alguna diputada chilena nos llamara tontorrones, fue algo más rápida y más conversada; una de las niñas me confesó que “había decidido” no tener hijos hombres, mientras otro me contó que su padre, guía de turismo, tenía fotos de todas partes, “¡hasta de la Isla de Pascua y de Cochabamba!”.
Este paseo de doce horas trajo consigo algunas reflexiones: que la expedición supuso una especie de funambulismo entre el cielo y el infierno; que satisfizo no solamente la necesidad de reconocimiento de mi hijo, sino la de respeto de una legión de infantes; y que mejor me busco otras necesidades más sencillas de complacer. Hablando de urgencias, necesito un vodka. Quizás luego llame a mi hermano para darle una respuesta.